Descrição
El autor hace un elenco de los miedos e inseguridades que cree encontrar en la Iglesia de hoy, seguido de una pequeña reflexión.
No parece exagerado afirmar que en la Iglesia se vive actualmente una atmósfera de inseguridad y miedo.
Hay miedo al marxismo, aún no superado a pesar del derrumbe del socialismo real de los países del Este.
Hay miedo al moderno mundo secular, que ha desplazado a la Iglesia del ámbito público, relegándola a la esfera de lo privado y dejándola en una postura un tanto incómoda, sobre todo en países de antigua tradición católica.
Hay miedo al diálogo ecuménico, que se ha ido frenando, pues se teme pueda conducir a una especie de indiferentismo y pérdida de identidad católica.
Hay miedo al diálogo interreligioso, sobre todo cuando se trata del diálogo con las grandes religiones de la humanidad, como el hinduismo y el budismo, pues se prevén graves consecuencias teológicas de cara a la revelación, la cristología, la moral, la liturgia, la espiritualidad, etc.
Hay miedo a la colegialidad episcopal y al resurgir de las iglesias locales, pues se teme que ello pueda romper la unidad católica y provocar una dispersión.
Hay miedo a los laicos, sobre todo a su opinión en la Iglesia y a sus compromisos en la Sociedad, por más que se hable de su protagonismo eclesial y de su responsabilidad secular.
Hay miedo a la mujer y a su participación en las decisiones de la Iglesia, aunque se defiendan sus derechos en la Sociedad.
Hay miedo a los teólogos, sobre todo a su disenso, que puede minar la autoridad del magisterio y crear divisiones en el seno de las comunidades.
Hay miedo a las culturas, aunque se hable de inculturación, pues el problema cultural puede tener consecuencias más graves aún que la misma cuestión social, y necesariamente conlleva una crítica del eurocentrismo eclesial.
Hay miedo a los jóvenes, aunque se intente captarlos, porque son demasiado críticos y libres frente a la Iglesia.
Hay miedo a la teología de la liberación latinoamericana, pero mucho más a las teologías asiática y africana, que presentan propuestas aún más novedosas y radicales.
Hay miedo a las comunidades de base, y por eso se intenta «parroquializarlas» al máximo.
Hay miedo a la vida religiosa y a su profetismo, que se quiere frenar a toda costa.
Hay miedo a las sectas, que cada día crecen más y atraen a un mayor número de miembros de la Iglesia.
Hay miedo a revisar temas como el del ministerio ordenado, el del celibato, el de los ministerios laicales o el de la ordenación sacerdotal de la mujer.
Hay miedo a los cambios litúrgicos y a las experiencias en el campo de la formación sacerdotal y religiosa...
Indudablemente, esta situación de miedo generalizado se contagia a los di-versos estamentos de la Iglesia, donde se detecta por todas partes un miedo latente y nunca confesado, pero muy real; los obispos tienen miedo a los nuncios y a la curia romana; la vida religiosa, a los obispos; los laicos, al clero; las mujeres, a los varones; los teólogos, al magisterio; los jóvenes, a los adultos; las Iglesias locales, al centro...
En este clima, es lógico que surja casi espontáneamente la búsqueda de seguridades.