Descripción
Una semiótica de la mirada, es decir, una lectura de la mirada como signo, nos invita a establecer una serie de precisiones. Precisiones que buscan, sobre todo, proponer distinciones y crear diferencias. Antes de hablar de la mirada, debemos ubicar primero una zona mucho más amplia que es el rostro. He dicho rostro y no cara, ¿por qué?. Establezcamos diferencias. La cara es física, natural; el rostro es una obra humana. El rostro es una construcción. La cara forma parte del cuerpo; el rostro es una construcción. La cara forma parte del cuerpo; el rostro está prendido a nuestras imágenes. Sabemos de nuestra cara por los demás, pero cuando ellos nos la describen, casi nuca coincide con al que nosotros creemos poseer. Nuestro rostro es una arquitectura. Pensemos en las veces que, mirándonos en un espejo, tratamos de grabar un rasgo, una característica de nuestra cara, pero luego-aunque tratemos- no podemos reconstruirla cabalmente. La cara sólo permanece por la idealización hecha por el rostro. El rostro detiene el fluir de la cara. Y así como el rostro detiene al fluir de la cara. Y así como el rostro paraliza la acción temporal inherente a la cara, así la máscara detiene, momifica, la metamorfosis del rostro. La máscara es la Gorgona del rostro. Rostro y máscara. La máscara endurece el gesto. Y de las variables transfiguraciones del rostro sólo guardan una forma, un arquetipo. La mascara tipifica, modeliza; convierte el viento en roca, el agua en lava seca. Ponerse una máscara, fuera de ocultar nuestra cara, es también polarizar cualquier avatar del rostro. Por lo mismo, usar máscara es una estrategia de defensa o de intimidación; las máscaras nos defienden de los dioses o nos convierten en uno de ellos. Si el rostro es contingente y mutable, la máscara es todo lo contrario. De allí su poder ritual y religioso: la máscara evita el gesto, o mejor, detiene el tiempo. La máscara es lo eterno.