El Concilio Vaticano II renovó la Iglesia, desde su interior, concediéndole un carácter más personalista que institucional e integrando plenamente el sentido de lo profano y lo sagrado. Para el Concilio Dios está presente en todas las realidades de los hombres de hoy sean o no creyentes. La presencia de Dios es real en toda la historia humana inmersa en los cambios sociales, políticos, culturales e incluso religiosos que se viven producto de la evolución de los pueblos. La renovación eclesial abrió el camino para la acción del Espíritu el cual resaltaría la importancia de lo humano, pasando de esta manera de posturas institucionales generalizadas a posturas carismáticas personalizadas, que avanzan según la realidad particular del creyente. Tal apertura generó una vuelta a los orígenes de las primeras comunidades cristianas y a su forma de vida.