Durante más de treinta años, la televisión colombiana padeció unos defectos de nacimiento y mala crianza que le impidieron desarrollarse y la convirtieron en un monstruo pesado y encerrado en sí mismo, centralista, inseguro y anticuado. A Colombia llegaron tarde la conexión a los satélites, las grabadoras de video, la televisión en color, los canales regionales y la libertad creativa para los generadores de contenidos. Por razones políticas, el país apostó infructuosamente a una fallida televisión educativa y cultural, un proyecto idealista e ingenuo que habría requerido cuantiosas fuentes de financiación con las que no se contaba. Los funcionarios gubernamentales tenían capacidad de escoger el tipo de telenovelas que debían producirse y hasta el estilo de las series estadounidenses que debían programarse. El origen de estos y otros males fue la relación malsana que se estableció desde un comienzo entre el medio y la Presidencia de la República. La televisión tardó más de tres décadas en cortar ese cordón umbilical que la ataba con el Poder Ejecutivo, una tara que surgió desde el momento en que aparecieron en pantalla las primeras imágenes.