Hallarme envuelta en lágrimas y frente a la imposibilidad de comunicarle al ser humano —que más amo, que más me entiende y que mejor me conoce— por qué estaba así, señalarle dónde me dolía tanto, hacerle entender cómo me sentía para calmarle su impotencia, para que las dos pudiéramos buscar un nombre a ese dolor que no se va nunca, me hizo decirle que lo que deseaba más que nada en el mundo era prestarle mi cabeza por cinco segundos (ni uno más porque sería incapaz de darle esa carga a alguien) para que ella pudiera percibir de qué mar venían mis lágrimas, cuál era su dimensión y al sentir conmigo pudiéramos reposar en un silencio que comprendía, que no reprochaba, que no preguntaba.
Nos podríamos tomar la mano en un entendimiento callado que nos diera un ungüento para las heridas, la de ella por saberme así y la mía por ser así; por unos instantes cargaríamos nuestros pesos juntas y la vida no parecería tan pesada, incluso si parece que eso «no soluciona nada», ciertamente sí alivia saber que hay un otro que entiende. Ella podría cruzar hasta mi orilla y el mar de mis dolores no nos separaría. A partir del entendimiento, de su sentir conmigo, podríamos buscar la manera de calmar el oleaje o al menos de tirarme un salvavidas.