Descripción
La vida es un sin fin de desafíos. Sólo estando muertos podremos hurtarnos a ellos. Y hay desafíos de siempre, permanentes, que parece que nunca cesarán en la historia, por más que se revistan de nuevas formas o de coyunturas cambiantes. Así, la defensa y el cuidado de los pobres, la opción por su causa, la lucha por la transformación de la historia... son desafíos para toda la vida, y siempre urgentes. «Pobres los tendrán siempre con ustedes», dijo ya Jesús. Así es la vida, al menos del lado de acá de la historia. Pero hay horas históricas en las que los desafíos parecen afectar también a zonas más hondas, las de los fundamentos, que habitualmente parecen ser de “pacífica posesión”, ajenas a las turbulencias de la superficie. Son momentos de crisis, en los que lo que reclama la atención no son los desafíos de cada día, sino la comprensión de nosotros mismos, aquello precisamente que nos permite asumir los desafíos. Son épocas en las que se oscurece -porque se transforma- el fundamento mismo, o la identidad, el ser, o la fe... Estamos en una de esas horas históricas. Después de una larga «época de cambios» llegó -o está llegando- el «cambio de época». Ya no son pequeñas actualizaciones las que se nos presentan para ser incorporadas, como parches, a nuestro vestido viejo. Ahora es un cambio completo de vestimenta, de comprensión de todo el conjunto, lo que se nos impone. No es ya el desafío de cada día -variable pero permanente y, al fin y al cabo, conocido-; se trata más bien de una urgencia a salir a lo desconocido, porque el suelo en el que estábamos asentados se ha hecho movedizo, se hunde, y todo el edificio entra en cuestionamiento.
Apliquemos a la realidad esta afirmación que hemos hecho de entrada.