Hay quienes llevan mucho tiempo sin relacionarse con Dios. No saben cómo hacerlo. Han olvidado casi por completo las oraciones que aprendieron de niños y tampoco aciertan a dirigirse a Dios de forma espontánea. Sin embargo, han sentido tal vez en más de una ocasión deseos de gritarle a Dios su pena y sus miedos, o de expresarle su alegría y agradecimiento. ¿Qué puede hacer uno cuando lleva muchos años sin rezar y desea volver a encontrarse con Dios?
Hay quienes no sienten necesidad alguna de Dios. Se bastan a sí mismos. No necesitan ninguna otra luz o esperanza. Desde esta actitud no es posible caminar al encuentro con Dios. Para recuperar la oración, lo primero es despertar el deseo de Dios. «Mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo» (Sal 42, 2-3). El primer paso hacia la oración es el deseo de Dios. Un deseo a veces confuso, oculto tal vez tras otro tipo de experiencias: vacío interior, existencia superficial, inutilidad de una vida agitada. Un deseo débil, quizá, o poderoso. Poco importa. Ese deseo es ya una oración en germen. Si se despierta, la persona está ya orando. Mejor dicho, está orando en ella, el Espíritu.
Orar no es más que prestar atención a ese «gemido del Espíritu» que habita en nosotros. No apagarlo, sino acogerlo. Algunos días, parecerá que el deseo está muerto para siempre. Otros, parecerá brotar de nuevo. Es importante acoger esa llamada: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa» (Ap 3, 20). Abrir la puerta significa no caminar solo por la vida, sino dejarse acompañar por esa presencia misteriosa; no encerrarse en la propia autosuficiencia, sino abrirse confiadamente a Dios.