Descripción
Era claro y alto, como el monte Fuji, comentaba hace algunos años en Tokio, desde su enigmática sonrisa japonesa, uno de los ex novicios de Pedro Arrupe de los trágicos tiempos de Hiroshima. Evocar el Fujiyama o monte sagrado, que recorta su cima nevada en horizonte nipón, es tanto como señalar el símbolo más sublime para un japonés.
Después de su muerte, ocurrida el 5 de febrero de 1991, tras casi diez años de postración a causa de la trombosis que le sobreviniera en 1981, en su desnudo cuarto de enfermería a dos pasos del Vaticano, a medida que pasa el tiempo su figura crece día a día. Es obligado situarla entre las más destacadas de la historia contemporánea de la Iglesia, y sin duda, como la de un auténtico profeta y testigo cualificado del siglo XX. He aquí algunas claves para comprenderle mejor:
La vida de Arrupe que se extinguió suavemente como una pavesa en la curia de la Compañía de Jesús en Roma, fue un puente de creatividad y evangélica osadía entre Oriente y Occidente, entre la Iglesia del Concilio y el posconcilio. Este singular jesuita nació de la experiencia transformadora mientras deambulaba entre las cenizas y los cascotes de la fatídica primera bomba atómica, cuando convirtió su noviciado en repentizado hospital