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¿Está cerca el fin del mundo? Ésta es la pregunta que en el otoño del año 418 Hesiquio de Salona (hoy Split, ciudad croata en la costa adriática) le planteó a Agustín de Hipona.
Hacía más de 25 años que un sentimiento de angustia, incluso a veces de pánico, atormentaba el corazón de muchos cristianos del mundo de habla latina. Pues, a pesar de la relativa prosperidad del periodo y del hecho de que los cristianos podían practicar libremente su fe religiosa, las frecuentes incursiones de los pueblos germánicos en territorios del Imperio hacían vislumbrar un final cercano.
En el 410, el saqueo de Roma por el ejército de Alarico no sólo produjo un éxodo de los ciudadanos pudientes —tanto cristianos como paganos—, sino que planteó la inquietante pregunta sobre la responsabilidad de la Iglesia en la decadencia del Imperio y, sobre todo, en la caída de una ciudad que, durante siglos y siglos, se había mantenido inexpugnable.
En el verano de aquel mismo año 418 se produjeron toda una serie de catástrofes naturales que muchos consideraron como señales de la proximidad del fin: una sequía pertinaz que se extendió por todas partes, terremotos en el Norte de África y en Palestina e incluso un eclipse de sol.
Es en este contexto de alarma constante en el que hay que situar la pregunta de Hesiquio a Agustín, que fue el comienzo de una correspondencia entre ambos sobre la cuestión de la parusía y el fin del mundo. Es cierto que, de acuerdo con el tema literario típicamente romano de la división de la historia en edades o milenios que habían de culminar con una edad de oro, en sus obras de juventud. Agustín incurrió en especulaciones sobre el cálculo del tiempo. Pero en aquellas alturas de su vida, Agustín había madurado mucho su pensamiento y, para él resultaba claro que ni los profetas ni Jesús querían alimentar la curiosidad de los que —como los discípulos de Jesús— pretendían saber «cuál es la señal de tu llegada y del fin del mundo» (Mt 24,3).
Agustín se esfuerza, pues, en explicarle a su interlocutor que la intención de la Escritura no va en la línea de estimular el cálculo y de satisfacer la curiosidad, sino en la de promover aquella actitud de alerta serena y activa con la que, en todo momento, el cristiano ha de estar a la escucha del Señor y preparado para su venida. Así, en la última de sus cartas y refiriéndose a las parábolas de Jesús en la que exhorta a la vigilancia, Agustín cierra sus reflexiones con esta observación: Hay tres actitudes posibles de la persona que «desea el retorno del Señor». Uno puede decir: «Estemos alerta y mantengámonos en oración, porque, aunque el Señor se haga esperar, esta vida es corta e incierta». Un tercero puede reafirmarse en su actitud de espera diciéndose a sí mismo: «Estemos alerta y mantengámonos en oración, porque la vida es corta e incierta y no sabemos cuándo vendrá el Señor». Pues bien — concluye Agustín— es esta tercera actitud la que, al reconocer su ignorancia, toma más en serio la exhortación del Evangelio a la vigilancia.