Descripción
Desde hace unos meses, las estanterías de los jesuitas cuentan con un huésped obligado: las Constituciones de la Compañía y sus Normas Complementarías. En medio de la premura de nuestras ocupaciones y asediados por las cartas de nuestras Curias, unos y otros buscamos tiempos personales y grupales para “digerir” este decreto sin número, el más amplio de la reciente Congregación General 34. En honor de la verdad, la labor resulta algo tediosa: supone cotejar con paciencia el vaivén de páginas que separan la nueva normativa y el viejo texto de las Constituciones, que en no pocos pasajes ha sido derogado, modificado, declarado o ampliado. Sin duda una labor menos gratificante que la refrescante lectura de los decretos sobre la Compañía y la situación de la mujer, la colaboración con los laicos o la ecología.
Para la mayoría, lo más arduo de esta empresa reside en la lectura del propio texto de las Constituciones de las que las Normas son un actualizado complemento. Envueltas en ese castellano castizo cuajado de hipérbaton, olvidadas en el baúl de recuerdos de los primeros días de la formación, mutiladas a través del tiempo en Epítome y Reglas del Sumario, relegadas sus revisiones a lo largo de la historia al monopolio del saber de los peritos en cánones, las Constituciones han sido por años asunto de expertos en “latines”. La verdad es que los jesuitas del postconcilio nos hemos identificado más con los Ejercicios y los decretos de las últimas Congregaciones Generales.
Pero en los últimos años, a todo lo ignaciano le ha ocurrido lo que a su casa natal: con motivo del V Centenario la han logrado desnudar de tanto perifollo de dorseles, tapices, altares y toda suerte de barroquismos para dejarla en la desnudez de las piedras y ladrillos entre los que Ignacio halló a Dios. Hoy es más “Loyola", que, al decir de los expertos en euskera, significa “tierra de barro”. Tal vez por eso la cúpula de la Basílica amenazada de derrumbe ha tenido que ser apuntalada... ¿Cuándo les llegará el turno a los compases de aquella marcha que nos invitaba “enarbolar la Cruz por pendón” para batirnos en batalla campal?
Dichosamente ese tipo de aires renovadores también ha llegado a las recónditas regiones de la espiritualidad jesuítica. Comenzamos a familiarizarnos con los textos primigenios de Ignacio leídos de primera mano. Hemos sustituido la magnificencia del relato de Ribadeneira por la propia Autobiografía del peregrino, aunque algo cercenada. El fragmento de su Diario Espiritual ha dejado de ser un texto críptico. Empezamos a poner orden en la selva de sus casi 7.000 cartas y tenemos un conocimiento más certero de los primeros años de la Compañía. Justo es que le toque el turno de esta suerte al texto de las Constituciones (también, por cierto, un texto espiritual). Al fin y al cabo, en la fórmula de nuestros votos, al tiempo que asumimos nuestra identidad de jesuitas prometimos vivir y entendernos a partir de dicho texto, “omnia intelligendo iuxta ipsius Societatis Constitutiones”.