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Al iniciarse la década de los noventa el mundo cambió rápidamente: crisis de los socialismos históricos, derrumbe de la Unión Soviética, fin de la guerra fría, integración mundial en un sistema único de economía de libre mercado, proceso de globalización, surgimiento de un nuevo orden internacional, triunfo de la ideología neoliberal, hegemonía de una nueva cultura tecnocrática y de mercado. No es ya simplemente una época de cambios, sino un cambio de época. Todo esto está provocando rupturas y crisis profundas, que muchos interpretan como el fin de la modernidad, incluso como una crisis de la civilización occidental. Algunos hablan de postmodernidad, como un nuevo mundo que estaría naciendo; para otros la postmodernidad no es sino la crisis de la modernidad, una modernidad in extremis. En todo caso hay una crisis global del pensamiento crítico, una crisis de paradigmas; hay una crisis de la esperanza y se proclama el fin de las utopías.
Necesitamos ciertamente una evaluación crítica de todos estos procesos, pero surge desde ya una pregunta fundamental: ¿Tenemos como Iglesia conciencia del cambio de época que estamos viviendo? ¿Cómo los procesos actuales van a influir en la Iglesia? ¿Cómo la Iglesia evangelizará el mundo en el siglo XXI y en el tercer milenio? ¿Tendrá una Iglesia profética y evangelizadora un futuro significativo en el mundo que viene? ¿Será verdad —como algunos dicen— que en el siglo XXI tendremos un cristianismo sin Iglesia y que la Iglesia sólo podrá sobrevivir compitiendo en el mercado de las nuevas religiones? ¿Dependerá el futuro de la Iglesia únicamente de la eficiencia de su organización y de su poder institucional?
MI intención en este artículo es responder a estas interrogantes desde la realidad concreta de la Iglesia de los Pobres en América Latina, dejando de lado una perspectiva abstracta o universal. Cuando digo Iglesia de los Pobres me refiero a un modelo concreto de Iglesia, a una manera de ser Iglesia, aquella que se sitúa en la tradición del Concilio Vaticano II y de las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano celebradas en Medellín, Puebla y Santo Domingo. Se trata de un modelo de Iglesia que asume la opción preferencial por los pobres como opción pastoral fundamental, una Iglesia que se entiende así misma como Pueblo de Dios, como Iglesia comunión de comunidades. La Iglesia de los Pobres es un modelo de Iglesia participativo, donde todos los excluidos se sienten especialmente acogidos y privilegiados. La Iglesia de los Pobres no es otra Iglesia, sino una nueva manera de ser Iglesia, fiel al Espíritu y a la Palabra de Dios, que no olvida a sus profetas y mártires. Nuestra pregunta es por el futuro de este modelo de Iglesia en el siglo XXI. No podemos responder aquí por la Iglesia como totalidad o por otros modelos de Iglesia propios del Primer Mundo o de los países del Este de Europa. En esos mundos la Iglesia vive una crisis diferente, que no podemos universalizar ni menos proyectar al Tercer Mundo. Pienso que debemos enfocar el tercer milenio definitivamente desde la perspectiva del Tercer Mundo; es la única forma de tener una perspectiva universal de la Iglesia y no una perspectiva reduccionista, puramente occidental y eurocéntrica. Para ser concretos, nos referimos en este artículo principalmente a la Iglesia católica, pero con un horizonte claramente ecuménico.