Con un estilo casi periodístico el autor justifica que es necesario conciliar lo que algunos disocian: el amor a la Iglesia y el amor a la verdad, y que el fruto de esa unión es el amor maduro, sereno y verdadero:
Hace poco hemos oído de altas jerarquías palabras muy duras sobre las críticas «a la Iglesia», que, por otro lado, no son infrecuentes hoy. Parecía que tales críticas y quienes las pronuncian son las causas de todos los males que padece hoy la Iglesia, y comparables a esas «puertas del infierno», que de todos modos, no prevalecerán contra ella. Lo que hace a las críticas tan perversas es que la Iglesia es nuestra madre, y ningún bien nacido se atreve a criticar a su madre.
Cuando a una buena causa (como es el amor a la Iglesia) se le defiende mal, se le suele hacer más daño que cuando se le ataca.
Por otro lado, la gente ha oído que santos como Bernardo de Claraval, Catalina de Siena o Antonio de Padua, fueron con la jerarquía de su tiempo infinitamente más duros de lo que pueda serlo cualquier católico o teólogo de hoy. De San Antonio se recuerdan frases como aquella de que, mientras Jesús había dicho a Pedro «apacienta mis ovejas», los papas de entonces no apacentaban sino que «trasquilaban y ordeñaban» a las ovejas. O la otra que compara a los obispos con Balaán, el que iba montado sobre la burra que es el pueblo, y que, si acaba obrando bien, no es por lo que ha visto él sino por lo que ha visto la burra (cf. Un 22, 2O-35). ¿Quién tiene razón, el popular San Antonio o cardenales tan preocupados?