Descrição
Las páginas que siguen intentan desarrollar una tarea pendiente. Hace poco más de un año, y comentando el comienzo de la Lumen Gentium («La Iglesia es... como un sacramento o señal... de la unidad de todo el género humano»), escribí que:
El Vaticano II intuyó muy bien que el primer efecto de la salvación de Dios es la comunión entre los hombres, fruto y reflejo de la comunión con Dios... Esta necesidad de visibilizar la comunión impone a la Iglesia una serie de reformas estructurales que este artículo ya no tiene espacio para desarrollar y fundamentar. Me gustaría hacerlo en otro momento con algo más de calma y de argumentación. Aquí no cabe más que el enunciado de esas exigencias... Lo que si me gustaría subrayar es que las propuestas que siguen brotan, en realidad, de la koinonía neotestamentaria y no meramente de la idea democrática moderna.
Con el presente artículo llega ese «otro momento». La tarea consiste, por tanto, en explicar y detallar un poco más esas reformas pendientes. No es ahora el momento de mostrar por qué la historia pasada de la Iglesia ha convertido en pendientes todas esas reformas: esto alargaría mucho el presente trabajo. Por tanto, nuestro recurso a la historia se hará sólo para mostrar la legitimidad de las propuestas que aquí se formulan: lo que en otros tiempos fue legítimo puede serlo también hoy, y lo que en otros tiempos fue sólo una necesidad circunstancial, concreta, puede haber dejado de ser necesaria hoy.
En los desarrollos que van a seguir, retomo, pues, y amplío, las mismas propuestas del citado artículo, modificando sólo la última de ellas, para atender a lo concreto y factible. En cierto modo, la reforma de una Iglesia que se autodefine como la semper reformanda, es una tarea imposible y siempre pendiente. Las reformas que aquí sugerimos no pretenden -ni de lejos- agotar todas las posibilidades de santificación de la Iglesia. Hay, desde luego, reformas más importantes que no pueden imponerse por decreto, sino que el Espíritu las va suscitando en el pueblo de Dios: así ocurrió antaño con las órdenes religiosas que nunca fueron fundadas ni concebidas «por Roma», sino que nacieron desde la base de la Iglesia; y así ocurre hoy también con algunas comunidades de base. Otras reformas son también más importantes que las aquí propuestas, pero son en exceso genéricas y, por eso, puede ocurrir que se acepten teóricamente y no acaben de cumplirse prácticamente (así ocurre, por ejemplo, con la opción por los pobres, en la cual nuestra Iglesia todavía se muestra en niveles cercanos a la tibieza).
Las reformas aquí sugeridas son, en este sentido, más sencillas, aunque puedan parecer radicales. Las elegimos por esta doble razón. En primer lugar, porque son concretas, y resultan factibles ya desde hoy mismo. Al menos es factible el ir caminando hacia ellas y en la dirección que ellas señalan, la misma dirección marcada por el Vaticano II, el cual no fue en la Iglesia un paréntesis ni un episodio, sino un camino. La misma estructura fuertemente autoritaria de la Iglesia las hace más posibles. Y por eso, en su formulación, parece que sólo afectan a la Iglesia de Roma.
En segundo lugar, porque son estructurales. Comparto la opinión de L. Boff, de que muchas de las conductas por las cuales la Iglesia resulta hoy escándalo, y nubla a Dios en lugar de transparentarlo, no dependen de la bondad o de la integridad de las personas, sino de la deficiencia de las estructuras. Las propuestas que siguen tienen, pues toda la necesidad y toda la insuficiencia de lo estructural. Tienen también toda su importancia: las estructuras son un elemento fundamental de la visibilidad de la Iglesia y por eso afectan decisivamente a su carácter de signo o sacramento.
Finalmente -y esto huelga decirlo- no son reformas que se proponen desde la autoridad, sino desde el amor a la Iglesia y desde la legitimidad de la palabra libre en su seno. No aspiran, pues, a ser ejecutadas inmediatamente, sino a provocar y a preocupar. Provocar para que resulten discutidas, argumentadas, corregidas quizás. Preocupar para que se cree una comunidad de preocupación por el testimonio de la Iglesia ante el mundo moderno: porque ese testimonio -en una sociedad pluralista y en búsqueda como la nuestra- está llamado por Dios a convertirse en un motivo de credibilidad, y está aún lejos de haber conseguido eso.