Descrição
También la, posición de santo Tomás respecto a la sexualidad está a la base de muchas cosas que todos hemos oído y/o vivido. La historia nos ayuda a comprender.
Agustín (+430), el más grande padre de la Iglesia, fue quien consiguió fundir en una unidad sistemática el cristianismo con la repulsa al placer y la sexualidad.
La historia de la ética cristiana de la sexualidad se verá plasmada por él. Las concepciones de Agustín influyeron decididamente en los grandes teólogos de la Edad Media como, por ejemplo, Tomás de Aquino (+1274), y en la corriente jansenista. La autoridad de Agustín en el campo de la moral sexual fue tan dominadora que es preciso exponer detalladamente su pensamiento.
Agustín vincula estrechamente y desde una perspectiva teológica la transmisión del pecado original, que desempeña un papel tan importante en su doctrina sobre la redención, y el placer que acompaña al acto sexual. Pecado original significa para él muerte eterna, condenación para todos aquellos que no son redimidos, por la gracia de Dios, de la massa damnata de la masa de los condenados, a la cual pertenecen todos los hombres por el mero hecho de nacer. Pero, según Agustín, no todos los hombres, en absoluto, son redimidos; no lo son, por ejemplo, los niños que mueren sin haber recibido el bautismo.
Agustín insiste de tal manera en la condenación de los niños no bautizados que su adversario, el obispo Julián de Eclano y partidario de la doctrina pelagiana, le atacó con acritud: «Tú, Agustín, estás muy lejos de cualquier sentimiento religioso, lejos del pensar civilizado, y lejos, incluso, de la sana razón, si piensas que tu Dios es capaz de cometer crímenes contra la justicia que ni siquiera los bárbaros podrían imaginarse». Y califica al Dios de Agustín de «perseguidor de recién nacidos, que arroja a diminutos lactantes al fuego eterno» (Agustín, Opus imperfectum contra Julianum I, 48).
Agustín, en uno de sus sermones cuenta, a la comunidad creyente la siguiente historia: Un niño muere cuando aún frecuentaba la catequesis bautismal, siendo, pues, un catecúmeno que se preparaba para recibir el bautismo. Su madre, temerosa de su condenación eterna, llevó el cadáver del niño y lo colocó sobre la tumba de san Esteban. El niño resucitó para poder ser bautizado y murió de nuevo, con la seguridad ya de haber evitado la «segunda muerte», es decir, el infierno (Serm. 323 y 324).