Descripción
Uta Ranke pasa revista al tema de la sexualidad en la vida y en los escritos de este personaje que tanto influiría en la posición de la Iglesia en los siguientes siglos. Algunas constataciones son chocantes hoy día, pero son estrictamente históricas.
Sólo quien crea que en la Iglesia católica cambió algo esencial respecto de la difamación y menosprecio de las mujeres desde Agustín en los siglos IV y V hasta Tomás en el siglo XIII, o que, a la vista de la influencia descollante ejercida por Tomás, algo habría cambiado desde el siglo XIII hasta el siglo XX, tiene que comprobar «con sorpresa» que, en lo esencial, todo sigue como estaba. Tomás escribe: «La continencia permanente es necesaria para la religiosidad perfecta... Por eso fue condenado Joviniano, que situaba el matrimonio en el mismo plano que la virginidad» (S. Th. II-II q. 186 a. 4). Y Tomás repite en numerosas ocasiones lo que Jerónimo ya había calculado en el final del siglo IV y principios del siglo V: que los vírgenes obtienen el ciento por ciento, y los casados, el treinta por ciento (S. Th ll-ll q. 152 a. 5 ad 2). Quien intente hoy elevar el matrimonio al mismo rango de la virginidad será considerado, igual que antaño, como alguien que rebaja la virginidad hasta el bajo escalón del matrimonio y que difama a la virgen por antonomasia, a María. Tampoco en la posición de la mujer trente a la Iglesia machista se ha producido ni el cambio más insignificante.
Que todas las desgracias de la humanidad comenzaron en cierta medida con la mujer, concretamente con Eva, que a través de ella se llevó a cabo la expulsión del paraíso -recordemos que hasta finales del siglo XIX la jerarquía de la Iglesia católica concibió el relato del Génesis sobre la creación y el pecado original más o menos en el sentido de un informe documental que debía ser tomado al pie de la letra-, eso ya lo había escrito Agustín. ¿Por qué el diablo no se dirigió a Adán, sino a Eva?, pregunta él. Y el mismo Agustín responde diciendo que el demonio interpeló primero a «la parte inferior de la primera pareja humana» porque creyó que «el varón no sería tan crédulo y que se le podía engañar más fácilmente mediante la condescendencia frente al error ajeno (el error de Eva) que mediante su propio yerro». Agustín reconoce a Adán circunstancias atenuantes. «El hombre condescendió ante su mujer... coaccionado por la estrecha vinculación, sin tomar por verdaderas sus palabras... Mientras que ella aceptó como verdad las palabras de la serpiente, él quiso permanecer unido con su única compañera, incluso en la comunidad del pecado» (De civitate Del 14, 11). El amor a la mujer arrastra al marido en la ruina.
La monja Hildegarda de Bingen (+1179) toma la explicación de Agustín y la clarifica aún más: «El diablo... vio que Adán sentía un amor tan ardiente por Eva que haría cuanto ella le dijera» (Scivias I, visio 2). Todo esto no es más que la vieja y machacona condena de la mujer, pues ésta es el enemigo por antonomasia de toda teología celibataria, e incluso las mujeres han aceptado con excesiva frecuencia su propio sexo como una especie de lepra querida por Dios.