Descripción
El autor pasa revista a los principales problemas que se nos presentan desde el punto de vista ético dentro de un contexto mundializado.
Hoy parece que en los medios de comunicación, en las universidades, en las iglesias, en los partidos políticos y en las tertulias de amigos, tanto en Nicaragua como en Estados Unidos y en Europa, ha adquirido una cierta relevancia el problema de la corrupción. Aparte del placer y la buena conciencia que podamos derivar de sacar los trapos sucios de los demás al sol, se suele reconocer que la corrupción afecta todas las instituciones y hasta nuestros comportamientos cotidianos. Nos vamos habituando tanto a ella, que parece cosa poco menos que de iluminados resistirse a su rutina. En voz baja se asegura que el que pone el grito en el cielo por los pequeños o grandes desfalcos y deshonestidades de todos los días no hace más que expresar su envidia o su impotencia para hacer lo mismo.
Ante la gravedad de este cáncer que -según se dice- mina las democracias y la legitimidad de las reglas de juego establecidas se receta actuar conforme a principios éticos y se crean comisiones éticas y éticas profesionales por todas partes. Lo cual es encomiable si evitamos sustraernos de las preguntas radicales: ¿de dónde salen estos principios éticos? ¿Qué es eso de la ética? Porque hoy, desde luego, la crisis ética o de valores es más profunda que la mera falta de coherencia. El problema es mucho más serio que el abismo entre lo que decimos y la realidad de la conducta. Una especie de corrupción naturalizada ha remplazado el abismo entre el ideal y la práctica y se ha convertido en condición de sobrevivencia humana. Además, la crítica de Nietzsche a la moral, marca sin duda un punto de no retorno para toda reflexión ética posterior. Hoy nos provocaría risa presentar un sistema ético fundado sobre la definición del bien y del mal, de la recompensa y el castigo. Todos tenemos más o menos constancia de que las instancias que a menudo se evocan para avalar los principios y las actuaciones de los seres humanos (Dios, la razón, la historia, la conciencia, los sentimientos) son muy ambiguas. Y si bien es impresionante constatar la ausencia de una moral sistemática en la filosofía, ¿no es el silencio la única opción lúcida en medio de la charlatanería y la saturación informativa? Después de Auschwitz en Europa y ante el permanente holocausto de los pobres en el sur, ¿no es deshonesta toda palabra? ¿Por qué perder el tiempo si el destino de los seres humanos se decide siempre cruentamente mediante la fuerza? Una vez aceptado que no existe un ámbito normativo de deberes, opuesto o derivable de la realidad, ¿nos queda algo más que decir en ética?
Podría ser que las cuestiones éticas importantes se decidieran antes de todo decir, de toda palabra, y que al empezar defendiendo una teoría que sirva a nuestros intereses morales (la unidad o diversidad de la especie, la unidad de la razón, la comunidad ideal de comunicación o la marcha de la historia) resbaláramos sobre lo más elemental y decisivo, sobre lo que constituye el hecho moral o eticidad humana, la apertura del ser humano a la realidad. Por estar la acción humana abierta a la realidad, su actividad, a diferencia de la acción animal no está predeterminada por un sistema de estímulos sino que tiene que fijarse, modularse, estructurarse, apropiarse de posibilidades. En este sentido radical la actividad humana es constitutivamente moral, independientemente de la conciencia, el lenguaje o la razón. Tanto las acciones del niño sin uso de razón como las acciones inconscientes y preconscientes, son, en este sentido radical, morales porque para que se den, han tenido que ser fijadas por alguien.