Descripción
La ola de la secularidad
Por la década de los sesenta los oteadores del momento religioso creyeron descubrir que el mundo occidental había entrado, al parecer definitivamente, en una nueva fase: la de la secularidad. Lo habían anunciado desde hacía años los profetas de los tiempos modernos, tales como Feuerbach, Comte o Nietzsche. Ahora parecía palparse que sus profecías se hacían realidad. El mundo, llegado a su "mayoría de edad", estaba en el trance de perder su fe infantil en un Dios trascendente, papá bueno y solícito tapagujeros, que en su amorosa providencia estaría siempre al acecho para resolver los problemas de los hombres, a condición de que éstos le rindieran homenaje de fidelidad con el cumplimiento de sus deberes religiosos. La fe en este género de Dios era resto de religión infantil, o reliquia medieval. Por otra parte, las meditaciones de prisión del infortunado D. Bonhoefíer sobre la necesidad de vivir en el mundo ante Dios "como si no hubiera Dios" parecían ofrecer hasta una plausible base teológica para una nueva religión de la secularidad, que el obispo anglicano J. Robinson pronto popularizaría como la única manera con que el nombre moderno podía sentirse "sincero para con Dios".
El hombre llegado a su "mayoría de edad" ni podía creer que Dios se complaciera con sus actos de devoción y de culto, ni podía esperar que Dios acudiera a socorrerle en sus necesidades con sólo que se lo pidiera con oración ferviente y con costosas ofrendas y promesas. El hombre mayor de edad sabe que él tiene que arreglárselas como pueda en este mundo, sin esperar intervenciones sobrenaturales de Dios. Eso sí, sabe que tiene a su alcance los inmensos progresos de las ciencias y de las técnicas, mucho más seguros y eficaces que la hipotética ayuda que uno pedía antes a Dios y a sus santos. Sabe también que tiene derecho a recurrir a las ayudas del "Estado del bienestar", que posee poderosos sistemas organizados para ello, y del que puede esperar más eficacia que de las antiguas Iglesias, aunque para ello el Estado le esquilme con impuestos mucho más extorsionantes que los famosos diezmos eclesiásticos. El hombre moderno es racional y pragmático. Se siente autónomo y responsable de su destino. Busca la eficacia por los medios que tiene a su alcance, y ya no espera ayudas trascendentes. Si cree en Dios, sabe que no ha de esperar que Dios intervenga en favor suyo en este mundo, y que no tiene por qué importunarle con oraciones o actos de culto. Lo que Dios quiere de él es sólo que cumpla, lo mejor que sepa y pueda, sus responsabilidades en el mundo. Es un nombre secular: su religión es la del cumplimiento de la tarea mundana.
Pronto se preguntarían algunos por qué llamar a esto todavía religión; más aún, por qué creer todavía en Dios, y no sólo en el mundo. La teología de la secularidad había de llevar, casi inevitablemente, a la teología "de la muerte de Dios".