Descripción
Por el solo hecho de recibir, de la Comisión de Derechos Humanos de El Salvador el pedido de una declaración en favor de los derechos del niño refugiado salvadoreño, yo me siento profundamente avergonzado ante Dios y ante la historia.
Avergonzado de ser hombre y avergonzado de ser cristiano.
Impotentemente irritado a pesar de mi esperanza.
Porque ya hace años que América Central es una llaga viva. Y el Occidente, llamado cristiano, y con demasiada frecuencia las propias Iglesias de Jesús, vienen presenciando con pasiva connivencia, cuando no con abierta participación, cómo el neocolonialismo y la oligarquía y la represión militar -que es prisión, tortura y muerte- diezman esos pueblos menores de la cintura de América.
Y la pesadilla criminal se nos ha hecho rutina de noticiario, o ha dejado incluso de ser noticia ante un balón de fútbol...
No voy a hacer ninguna declaración.
Toda palabra apenas palabra me parece sarcasmo. ¡Malditos seamos del Dios vivo los que fuéramos capaces de asistir pasivamente al dolor de Centroamérica!
Isaías, Jeremías, Amos... conminarían con la ira de Jahvé nuestra sociedad y nuestra Iglesia insensibles.
La declaración está ahí, inexorable.
El que tenga oídos para oír el llanto de un niño exilado, que oiga. El que tenga ojos para ver los rostros exangües de madres e hijos refugiados, que vea.