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El Vaticano II ha sido el primer concilio que ha reflexionado teológicamente sobre la Vida Religiosa y su función en la Iglesia. En él, la Vida Religiosa aparece bajo una nueva luz: Don divino de Cristo a su iglesia, que pertenece no a su dimensión jerárquica, sino a la vida y santidad eclesial, que consiste en un seguimiento más de cerca de Jesús y que constituye un signo escatológico del Reino, no extraño a la humanidad, ni inútil a la ciudad terrena.
No sería correcto interpretar estos conceptos de forma esencialista y atemporal. Es preciso preguntarnos qué ha significado concretamente a lo largo de la historia y qué significa hoy y aquí, el ser "testigo del Reino" o "seguir a Jesús" o constituir un "signo escatológico".
Así como la teología contemporánea está haciendo un esfuerzo por recuperar al Jesús histórico dentro de la Cristología, y por insertar la historia de la Iglesia dentro de la eclesiología, así también la teología de la Vida Religiosa ha de incorporar la dimensión histórica de la Vida Religiosa a la compresión teológica de lo que es la Vida Religiosa. En el fondo esta postura nace de la convicción de que el Espíritu de Jesús actúa en la historia y en la iglesia.
El peligro constante de la Vida Religiosa a lo largo de la historia es la pérdida de su dimensión profética, la acomodación a los estilos de vida mundanos, la lenta transformación de su Utopía en resignación mediocre de la realidad, la peligrosa reducción de la fuerza escatológica a la normalidad, la domesticación de la profecía al servicio meramente utilitario. Evidentemente la Vida Religiosa, como todo carisma eclesial, siempre tiene una función de servicio y de utilidad eclesial y social. Pero este servicio ha de ser siempre desde su inspiración carismática y profética de sus orígenes, de forma que cuando un servicio ahoga su dimensión profética, entonces la Vida Religiosa entra en crisis de identidad.