Descripción
El conflicto fundamental y necesario para la Iglesia es el conflicto externo con el mundo de pecado que le sobreviene a la Iglesia cuando es fiel al evangelio. Así ocurrió desde los orígenes, y el conflicto pronto se tradujo en enfrentamiento y persecución. El NT reconoció la realidad y necesidad de tales conflictos y persecuciones (1 Tes. 3, 2-4) y teologizó su necesidad a partir del destino de Jesús (Mt. 10, 24s; Jn. 15, 18.20) y de los profetas (Mt. 5, 11s). El presupuesto teológico de este conflicto es que el evangelio es buena noticia, pero es también espada de dos filos (Hebr. 4, 12), signo de contradicción (Lc. 2, 34), alternativa excluyente entre el verdaderos Dios y los ídolos (Mt. 6, 24).
Nos concentramos ahora sin embargo en el conflicto dentro de la Iglesia desde el punto de vista de la unidad de la Iglesia. Conflicto es entonces aquello que en un momento hace peligrar o desaparecer la unidad eclesial. Visto desde la unidad, el conflicto supone una limitación e incluso un mal para la Iglesia. Pero puede ser también un bien si el conflicto es la forma histórica, desagradable pero necesaria, para conseguir una mejor unidad eclesial, basada en una mayor verdad y una mayor santidad. Desde este segundo punto de vista, el presupuesto básico del conflicto intraeclesial sigue siendo el mismo que el del conflicto extraeclesial: el evangelio que divide también a la Iglesia.
Históricamente es evidente que siempre ha habido conflicto al interior de la Iglesia, y ya desde sus orígenes, debido a múltiples causas. Ya en tiempo de Jesús se suscitaron conflictos entre éste y sus discípulos (Mc. 8, 31ss) y entre los discípulos entre sí (Lc. 22, 24-27). En la Iglesia primitiva existieron conflictos entre los cristianos provenientes del judaísmo helenista y el judaísmo autóctono (Hech 6, 1), entre Pedro y los judeo-cristianos (Hech 11, 1s), entre Pablo y los cristianos de Corinto (1 y 2 Cor.), entre Pedro y Pablo (Gal. 2, 11), por citar sólo algunos ejemplos.