Para llevar a cabo una lectura fiel y audaz de los Ejercicios ignacianos, creo que conviene atender a dos claves hermenéuticas fundamentales.
En primer lugar, el nombre mismo de «Ejercicios» nos invita claramente a no considerarlos como un simple tratado de meditaciones o de «puntos» para la oración. El nombre de 'ejercicios’ alude más bien a unas determinadas prácticas, mediante las cuales se intenta llegar a algo. Y ese «algo» es la experiencia espiritual que intentaremos describir en el presente artículo.
En segundo lugar, y en completo acuerdo con lo anterior, el valor hermenéutico decisivo no reside tanto en las materias que se proponen para meditar, cuanto en las peticiones, coloquios y otras observaciones de este tipo, que orientan sobre lo que se pretende conseguir en cada ejercicio o grupo de ellos.
De acuerdo con esta doble clave hermenéutica tan simple, los Ejercicios se nos revelan, efectivamente, no como una «lista de temas sobre los cuales predicar»; sino más bien como pedagogía hacia una experiencia espiritual. Y una experiencia que, a su vez, no es puntual sino histórica: va desarrollándose a lo largo de todo un proceso.