Desde la segunda mitad del siglo pasado, y particularmente durante las últimas décadas, la educación intercultural se ha convertido en una propuesta pedagógica novedosa y a menudo heterodoxa. En México, en América Latina y más allá de nuestro continente, modelos, enfoques, programas o proyectos-piloto han sido iniciados tanto por el Estado-nación y sus instituciones educativas como por movimientos sociales y sus proyectos educativos propios. Mientras que en los países anglosajones se tiende a una educación “empoderadora” enfocada hacia determinados grupos considerados minoritarios, en la Europa continental se está optando por una educación que transversaliza el fomento de las competencias interculturales de las minorías marginadas, frecuentemente surgidas de procesos migratorios, y sobre todo de las mayorías marginadoras, por ejemplo, las sociedades nacionales autóctonas. En América Latina, por su parte, la educación intercultural aparece como un discurso propio en una fase pos- o neoindigenista –según el caso– de redefinición de relaciones entre el Estado y los pueblos indígenas. Esta “educación intercultural y bilingüe” (Schmelkes, 2013) nace con el afán de superar las limitaciones políticas y pedagógicas de la anterior educación indígena bilingüe y bicultural, y se proclama con cada vez mayor frecuencia “descolonial”, pero mantiene un fuerte sesgo hacia el tratamiento preferencial de las cuestiones étnico-indígenas (Dietz, 2017).