Nuestra sociedad va caminando entre tumbo y tumbo hacia una aparente desintegración. Y la humanidad consciente –y la juventud muchas veces inconsciente- parece suspirar, entre angustias, por un cambio de postura en el lecho histórico de su dolor. Las palabras revolución, liberación, violencia, ya no se cuchichean solamente en rincones clandestinos y en grupos anarquistas, sino que se gritan en las plazas, se pronuncian en las aulas universitarias y se escriben en libros documentados de pensadores hastiados. Pero, a veces, estas palabras parecen significar sólo el anhelo de una revolución superficial, de un progreso cuantitativo en el nivel de vida, de un signo contrario dentro del enfoque económico de nuestro mundo. Y, quizá, no es el fondo mismo económico de la sociedad el que se somete a crítica. ¿Tiene nuestra sociedad que fundamentarse necesariamente en la economía? ¿No es posible otro enfoque de la sociedad desde un plano más profundo –el del ser más que el de tener- en el que el hombre ocupe el centro de la concepción política y no los bienes de la tierra?