La vida de Doña Elena en este mundo dura setenta y cinco años. De ellos la mayoría consagrados al amor de Dios y al del prójimo por Dios. A esto puede reducirse en pocas palabras su vida. Al fin y al cabo eso encierra toda Ley Divina: “Amar a Dios y al prójimo como a ti mismo”. Esto sólo en sí es un honor que muchos ambicionaríamos: Vivir una vida que nos merezca escuchar de Dios el último día su palabra prometida. “Ea, siervo bueno y fiel, pues que fuiste fiel, en lo poco… entra en el gozo de tu señor!”.
Pero si a esta fidelidad –en lo poco y en lo mucho- se añade una esfera amplísima de acción es lógico que pierda en intensidad lo ganado en extensión. Sin embargo, en la vida de algunos santos sorprende por eso mismo semejante actividad, diríamos casi universal, sin desmerecer en calidad. Es que el santo unido a Dios por una identidad de voluntades y desunido de todo lo criado que no lleva a Dios conserva íntegras las energías de su alma, sin menoscabo alguno, para lanzarse en cualquier momento en la dirección que Dios le enseñare.
En esto radica el secreto de la prodigiosa actividad de aquella mujer sencilla a quienes muchos de vosotros visteis solícita por las calles de Granada dando de comer al hambriento y agua al sediento, vistiendo al desnudo, enseñando al que no sabía, visitando a los enfermos y los encarcelados, y que siendo nacida en riqueza escogió ser pobre con Cristo pobre y mereció por eso la bienaventuranza de poseer la tierra: En vida por la paz de su alma, muerta por la veneración de quienes amamos sus virtudes.