Descripción
Hace poco más de un año, cuando nos enteramos del caso Ayotzinapa, recuerdo que la imposibilidad de
creer que un hecho así pudiese suceder tan de pronto y tan fácilmente por algunos cuantos, nos llenó el
corazón de lágrimas y de coraje. La realidad, por sí misma, ya nos daba cuenta de un Estado rebasado
por la corrupción, la impunidad y los tantos síntomas que México ha albergado y no ha podido
descomponer para poder reconstituir desde sus entrañas a su tan golpeado cuerpo social.
A un año, tengo muy presente que éramos muchos los que compartíamos una profunda tristeza; ya sea
porque algunas son madres, otros porque éramos estudiantes y muchos porque simplemente era
inhumano. Sin duda alguna, la atrocidad no se podía reducir a un caso de incumbencia estatal, como si
fuera algo propio de cada día –aunque la realidad nos grita que sí es parte de la cotidianidad–, algo que
no necesitara a todas las miradas y el compromiso de una administración federal; la deshumanización de
quiénes perpetuaron los asesinatos y las desapariciones iba más allá de lo inaceptable, pero una vez más,
como tantas en el pasado, la respuesta del gobierno fue cada día más desoladora.