Durante los últimos años hemos sido testigos de la fragilidad humana; ataques mortales que paralizan
ciudades y enriquecen países. Balas que han logrado filtrarse en los acuerdos cerrados de los grandes
poderosos: los que deciden cuántos huérfanos quedarán al final de la quincena como si fueran objetos de
desecho y sin valor; los que contabilizan muertes humanas como el precio que se debe pagar para
aumentar las cifras en sus bolsillos; y los mismos que pagan por generar mensajes de odio y
discriminación que avalan sus actos nocivos contra la dignidad y la vida humana.
Lo anterior como respuesta a un problema profundamente complejo que es difícil de avizorar: las
actuales guerras en el mundo, sumergidas en pactos acordados entre los representantes de las naciones
con mayor incidencia y poder de sometimiento y en un mundo que se mueve a una velocidad incierta
saturado de mentiras que atraviesan los hemisferios.