Ahondando en la vida de Miguel Hernández es complejo no sucumbir a su singularidad vital, al agobio de una vida cargada de infortunios, de tropiezos y de señales trágicas que se van juntando hasta producir el desenlace final que no se puede eludir: el del martirio. Resuelto a ser poeta, llega a Madrid en el 34, con su estampa campesina y el aire parroquial de una España bucólica que simboliza en cuerpo y alma. Viene de Orihuela, una villa mediana de pastores, y allí debe volver a los pocos meses acosado por el hambre y el desgano con que lo recibe la metrópoli. Hace un segundo intento de cumplir su sueño madrileño en el 35 y esta vez lo consigue, y entra al círculo sagrado de la Generación del 27, con el rótulo de poeta- pastor que él mismo alimenta. El contraste de todos esos poetas con él es ostensible: son hombres letrados, en un diálogo natural con Europa, libres de la atrición medular y el reclamo regeneracionista de la Generación del 98. Es el tiempo en que el país intenta ser una República liberal, que bracea en contra de la corriente atávica de sus conservatismos, pero las aguas son muy turbulentas y la guerra es inevitable. Para entonces, en sus versos ya queda clara una adscripción devota a una "poética de lo trágico" y en su vida una tendencia hacia la "ética de la fatalidad". Por eso se hará poeta-soldado y luchará en el frente durante la Guerra Civil. Terminada la contienda y en el bando de los perdedores morirá de tuberculosis en la cárcel.