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Recuerdo que recibí la noticia del asesinato de los jesuitas en El Salvador una tarde que ya nunca olvidaré. Me sentí profundamente emocionado. Recé, pero también tenía que actuar inmediatamente. Fui a la Santa Sede ya que conocíamos los nombres de otras personas que figuraban en la lista de los señalados por los militares para ser eliminados y era absolutamente necesario activar contactos diplomáticos para evitar otras matanzas.
La noche en que fueron asesinados los jesuitas, las guerrillas habían tomado prácticamente la ciudad. El ejército creyó que debía tomar medidas extremas y radicales. Una de ellas era la de proteger a su pueblo y la otra de erradicar, como ellos señalaron, a los dirigentes de la guerrilla. Los jesuitas no pertenecían a las guerrillas, pero durante años y años habían venido trabajando como un grupo intelectual que promovía la justicia en El Salvador para ayudar a que los pobres salieran de la miseria. A los militares esto les parecía motivo suficiente para considerarles como “muy peligrosos". También los jesuitas tenían bastante contacto con la guerrilla, dentro y fuera de El Salvador, y además estaban en contacto permanente con el Presidente de El Salvador y ministros del gobierno. Intentaron llevar a las dos partes a un acuerdo. Sin embargo, el ejército consideró esta acción sumamente peligrosa. A veces tratar con los mediadores resulta incluso más difícil que tratar con los radicales.
Y éste es el motivo por el cual fueron asesinados.