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"Llegará seguramente la hora en qué el hombre, en su íntimo y radical fracaso, despierte como de un sueño, encontrándose en Dios y cayendo en la cuenta de que su ateísmo no ha hecho sino estar en Dios. Entonces se encontrará religado a Él, no precisamente para huir del mundo, de los demás y de sí mismo, sino al revés, para poder aguantar y sostenerse en el ser. Es que Dios no se manifiesta primariamente como negación, sino como fundamentación, como lo que hace posible existir... El hombre no encuentra a Dios primariamente en la dialéctica de las necesidades y de las indigencias. El hombre encuentra a Dios en la plenitud de su ser y de su vida. Lo demás es tener un triste concepto de Dios". (Zubiri-X, El hombre y Dios, Madrid, 1984, p. 344).
La experiencia de Jesús de Nazaret y la experiencia del Espíritu prometido por Jesús aportaron una nueva revelación de Dios, una nueva manera de ver la realidad de Dios y su relación con los hombres. Verdaderamente, como decía San Pablo, los hombres que se habían sentido esclavos bajo oscuros poderes divinos descubrían que podían sentirse hijos libres del Dios Padre revelado por Jesús y comunicado vivencialmente por el Espíritu; los que se destrozaban mutuamente como enemigos movidos por sus intereses egoístas descubrían el gozo nuevo de vivir como hermanos dispuestos a compartirlo todo en sencilla fraternidad. Los seguidores de Jesús descubrían que la fe en Dios era una experiencia humanizante y liberadora. Esto explica por qué el cristianismo se expandió tan rápidamente, y sin medios extraordinarios, desde el pequeño núcleo de Palestina a todo el mundo mediterráneo.