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La búsqueda de Dios que están realizando muchas mujeres y hombres de hoy nos habla, entre otras cosas, de la necesidad que tenemos de una espiritualidad que dé sentido y orientación a nuestra vida.
Al hablar de espiritualidad me estoy refiriendo a una experiencia dinámica e histórica, capaz de colmar de sentido tanto los gozos como los sufrimientos de la humanidad, una experiencia que nos remita a la trascendencia desde la frágil y limitada condición humana y desde el acontecer cotidiano de nuestro mundo. Comprendo la espiritualidad como una experiencia que, al ir totalizando nuestra vida, puede ofrecernos pautas que orienten nuestro caminar hacia una existencia personal y social más plena, más justa, más solidaria y corresponsable.
Desde la fe cristiana podemos decir que la espiritualidad se refiere a la vida en y desde el Espíritu Santo que habita nuestro corazón (Rom 5,5), nuestro cuerpo (1 Cor 3,16) y nuestro mundo (Rom 8,18 ss). Espíritu que es fuente de vida, que es amor y comunión, que es consuelo y presencia creadora.
Desde esta comprensión de la espiritualidad quiero mirar hoy a María como manantial de vida en el Espíritu, como fuente de la que podemos beber y aprender a vivir como hijas e hijos de Dios aquí y ahora, en el tiempo y en el espacio en los que nos ha tocado vivir, como pozo en el que podemos saciar nuestra sed de espiritualidad.
Quiero poner mis ojos en María porque voy descubriendo con gozo que, a lo largo de la historia, la hemos confesado como la primera persona que, en su humanidad, se realizó plenamente. María no es Dios, ella no es una de las tres personas divinas y, sin embargo, desde los orígenes del cristianismo, la reconocemos y la celebramos como mujer que, por libre decisión, se incorpora al proyecto de Dios. La espiritualidad de María, la vida que vivió en y desde el Espíritu la fue llevando a participar de manera definitiva y totalizante en el misterio trinitario de Dios.