dc.description | El 25 de mayo de 1995, Juan Pablo II publicó su encíclica «Ut omnes unum sint», sobre el empeño ecuménico. Tras subrayar la necesidad de recuperar la unión de los cristianos, añadía en la última parte de la carta:
«Estoy convencido de tener, al respecto, una responsabilidad particular, sobre todo al constatar la aspiración ecuménica de la mayor parte de las comunidades cristianas y escuchar la petición que se me hace de hallar un modo de ejercicio del primado que, sin renunciar... a lo esencial de su misión, se abra a una nueva situación» (n. 95).
«La comunión real aunque imperfecta que existe entre todos nosotros ¿no podía llevar a todos los responsables eclesiales y a sus teólogos, a entablar conmigo sobre esta cuestión un diálogo fraterno y paciente... más allá de estériles polémicas, sólo teniendo presente la voluntad de Cristo para su Iglesia?» (n. 96).
Ambas declaraciones rompían un tabú ancestral, constituyendo la sorprendente inflexión en el presente pontificado. A treinta años del Vaticano II, el diálogo bilateral entre las confesiones cristianas había tocado numerosos temas: Eucaristía, modos de unión, autoridad, visión eclesial, justificación, etc. Con todo, jamás se creyó fuese oportuno abordar el tema del ministerio de Pedro, aún a sabiendas de que era y es la piedra de tropiezo del ecumenismo. El temor casi reverencial paralizaba cualquier intento.
Ahora era el primado en persona quien reconocía que, en una situación nueva, su modo de ejercicio debe hallarse mediante un diálogo mutuo, puesto que no existe la fórmula prefabricada. El Papa, pues, quiere remontar la decadencia del ecumenismo, durante su pontificado, apelando precisamente a la responsabilidad de su primacía.
Tan inesperada actitud podía no sólo reanimar un diálogo en crisis de cansancio sino estrenar su nuevo método. La experiencia había enseñado que sólo la honrada autocrítica de la Iglesia romana, única que reivindica tal primacía, puede sacudir una rutina acumulada a lo largo de los siglos.
Juan Pablo II con su encíclica «Ut omnes unum sint», reconoce que el ministerio de Pedro, tal cual se ejerce hoy, marcha contra su propia pretensión de unidad en la Iglesia cristiana. Por eso invita a un cambio. En realidad, sugiere a la cristiandad un proceso consultivo, de cara al posible concilio ecuménico de todas sus iglesias. Si tal objetivo se lograra, estaríamos ante un paso decisivo, en el arranque del III milenio. Tal esperanza parece confirmarse por el eco positivo a dicha encíclica, tanto interno como externo a la misma Iglesia católica romana. | |