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La actual praxis pastoral del sacramento de la reconciliación no es satisfactoria. Es una queja muy común. Debe cambiar de signo. No debe considerarse como una carga, como una pesadilla, como una losa que oprime, sino como una liberación, como una buena noticia que trae gozo, paz y alegría.
Hay mucho camino que andar hasta llegar a esta meta, pero es necesario recorrer este camino. Para conseguirlo se precisa una buena catequesis, estudiar más a fondo en los Evangelios la conducta de Jesús con los pecadores y evitar lo que crea dificultades o problemas a los fieles en la celebración de este sacramento.
La pregunta que salta a la vista es: ¿qué puede hacerse para celebrarlo dignamente sin salirse del marco eclesial? ¿No será también necesario que la iglesia jerárquica recapacite su posición y cambie algunas normas que no se pueden justificar en nombre del Evangelio?
El sacramento de la penitencia —así se llamaba en un principio, porque lo que más resaltaba era la dura penitencia que había que hacer para conseguir la reconciliación— cuenta en su historia cambios increíbles. Tuvieron que pasar seis siglos para que se permitiera que los fieles pudieran recibir la penitencia sacramental más de una vez en la vida, porque se suponía que este sacramento era irrepetible como el bautismo.
Superada esta dificultad a principios del siglo VII, se mantuvieron para los penitentes las penas rigurosas, severas e imposibles de cumplir porque las sanciones se multiplicaban según el número de los pecados y las tarifas eran muy elevadas. Fue el período triste de la penitencia tarifada desde principios del siglo VII hasta el siglo XII aproximadamente.
Una de las consecuencias lamentables de la penitencia tarifada, prescindiendo de las compensaciones y redenciones, fue la importancia excesiva que se concedió a la acusación íntegra de todos los pecados, tanto que todo el proceso del sacramento comenzó a llamarse confesión, uso que ha durado hasta nuestros días.
A partir del siglo XII se fueron suprimiendo las diversas formas que aún existían en la Edad Media —la penitencia pública solemne y la peregrinación penitencial— para quedar reducidas a la penitencia privada, que consistía principalmente en la confesión individual al confesor y en la absolución del sacerdote. Este modelo fue favorecido por la teología y por el concilio de Trento y no se ha podido superar hasta el Vaticano II. En la actualidad han vuelto a resurgir conatos de privilegiar esta forma de reconciliación en perjuicio de las otras dos que son tan legítimas y eclesiales como la primera.