dc.description | Cualquier intento de sistematizar las tendencias religiosas actuales choca con una inmensa cantidad de diagnósticos a menudo contradictorios. No deja de suscitar interés el terna religioso a finales de un siglo que se ha caracterizado, entre otras, por haber sido el de las crisis religiosas. La modernidad parecía llamada a ser la que nos libraría de tendencias y esquemas caducos y poco desarrollados. No pocos fueron los que se apresuraban a preparar las honras fúnebres de la religión que terminaría desapareciendo con el siglo. Dicha desaparición se interpretaba corno un ineludible paso hacia el progreso. Esta visión fue perfectamente asumida, entonces, por intelectuales y políticos, estudiosos y sociólogos, en general. En las décadas de los sesenta y primeros de los setenta, pese a los múltiples desafíos, se percibía la problemática religiosa de manera distinta. Desde las tesis clásicas de la secularización, la religión aparecía en otro contexto. Aunque desplazada y condenada a la intimidad de las conciencias o de las sacristías, existía una discusión, una crítica y un contraste con las ideologías, las filosofías y los discursos políticos, en el común afán de intentar construir un mundo mejor. Parecía que se hubiese recuperado, si es que alguna vez se extravió, la cara humanista de las religiones, y su dimensión ética las permitía convertirse en un factor crítico y transformador de la sociedad y del propio mundo. Siempre hemos sabido, aunque no siempre lo hemos aplicado, que aquello que la religión denomina trascendencia se hace realmente perceptible en la dimensión ético-humana. Al menos esto es así en las llamadas religiones proféticas. La pregunta es: ¿Sigue siendo válida tal perspectiva?
Para algunos, seguir hablando de la secularización e incluso de la modernidad es situarse en el pasado. Parece como si aquella descripción del creyente que se debatía ante una situación de incomodidad poco definible, y que vivenciaba una escisión en la conciencia por asumir el modernismo y su propia fe, perteneciese al inmediato pasado. Hoy no parece que desde nuestro actual talante cultural de fin de milenio se experimente muy intensamente ninguna escisión en la conciencia del creyente, ni tampoco una excesiva incomodidad. Si el ser creyente era entonces definido como «problemático», hoy no es seguro que nos encontremos en la misma situación. El hecho religioso como tal se manifiesta en nuestra sociedad entre la confusión, el estupor, la fascinación, el eclecticismo y la indiferencia. Éste es el nuevo rostro de una era que algunos llaman pos cristiana. | |