Descripción
Nuestra época es, cuando menos, una época difícil para las comunidades religiosas. Los días de gloria de las enormes congregaciones, los noviciados rebosantes y las instituciones prósperas hace mucho que han pasado para la mayoría de las comunidades, pero siguen siendo claramente recordados. Quedan algunos religiosos nostálgicos del pasado que se preguntan qué ha ocurrido con sus vidas. Otros religiosos —que han ingresado más recientemente, sea cual sea su edad, cuya vida religiosa depende más de lo que ellos construyan que de lo perdido de otra época— están cansados de oír hablar del pasado, pues, en su opinión, se trata de una historia antigua que no tiene nada que ver con ellos ni con su desarrollo espiritual. Su pensamiento se sitúa en el presente en cuanto a los objetivos, la dimensión evangélica y el significado en su realización personal. Lo que quieren es un presente vivo, pero en la crónica de la renovación encuentran poco que tenga que ver con ellos y con su vida espiritual. Nada, en mi opinión, podría estar más lejos de la verdad. Si no entendemos la herencia de la renovación, sus ideales y sus circunstancias, así como su teología y sus aberraciones sociales, será completamente imposible que comprendamos por qué hacemos lo que hacemos en el presente. O lo que debemos hacer a continuación. No podemos configurar deliberadamente una espiritualidad contemporánea, así como un estilo de vida humano o un ministerio eficaz, si no sabemos por qué actuamos como lo hacemos. La forma que le damos al presente depende de la comprensión que tenemos de él. Cualquier otra posibilidad no será, en el mejor de los casos, más que buena voluntad desorientada.
Hay pocos ejemplos de cambio social tan profundos, tan globales o tan determinantes como la reestructuración que ha tenido lugar desde 1965 en la Iglesia católica en general y en las órdenes religiosas católicas en particular. La clausura del Concilio Vaticano II marcó el comienzo de más de veinticinco años de experimentación y adaptación social de antiquísimos grupos de religiosos (especialmente mujeres), tanto monásticos como de vida apostólica, lamentablemente fuera de sintonía durante cientos de años. Hay datos históricos y académicos más que suficientes para justificar la pregunta de si una reestructuración tan importante en instituciones tan establecidas —o en cualquier institución— es siquiera posible. La sociología y la psicología social son cementerios de famosas instituciones que no pudieron superar períodos de cambio social. Pero además de las consideraciones organizativas, hay al menos el mismo grado de duda teológica sobre si la vida religiosa es viable, necesaria o al menos deseable en este nuevo mundo de la «vocación laica» y del «sacerdote del pueblo», en el que tanto se insiste últimamente. En un período de declive numérico, es importante preguntarse si no estaremos asistiendo a la desaparición de una mano de obra eclesial antaño importante, pero ahora, «a la vista de! nivel educativo adquirido recientemente por la población católica en general», en buena medida innecesaria.