Description
Ha dicho Jules Renard que el corazón y el cerebro parecen formar entre sí un reloj de arena: se llena uno para que se vacíe el otro. No quisiera yo en estas líneas abandonar el discurso racional para transmitirles sólo mi vivencia afectiva de la violencia en la urbe que habito; pero tampoco es mi propósito construir teorías o interpretaciones sociológicas, filosóficas o políticas que no se sustenten en mi experiencia emocional, íntima, dolorosa, de la injusticia que domina nuestras relaciones de cada día. De modo que, amable lector, aprovecho esta gentil invitación para difundir mi percepción, pero sobre todo una suerte de fastidio, de fricción incómoda con la patria herida en la que toca existir.
Entiendo por violencia algo distinto de la mera agresión o daño físico que alguna acción nos puede causar. La violencia alude para mí a un modo de vivir que es contrario a la naturaleza de las cosas y que se impone por medio de la fuerza. Por eso vis, su raíz latina, significa poder, vigor, fuerza. Ejercer violencia es obligar a otro a ser contra su esencia, contra aquello que reclama su naturaleza, su modo particular de ser. En este sentido es violento encerrar a una fiera en una jaula pues la priva del movimiento que es consustancial a su cuerpo. La violencia puede no aparecer como golpe o agresión física e, incluso, podemos imaginar formas de agresión que no signifiquen violencia. Acostumbrados al estallido de las bombas, a la sangre derramada, hemos quedado ciegos para formas más sutiles de la violencia. Como cuando la intensidad de una luz nos torna momentáneamente ciegos para luminosidades diferentes. Es esta insensibilidad, este deslumbramiento monocromático, la consecuencia más grave, pienso, de la presencia nefasta, en la historia del Perú, de Abimael Guzmán y su sendero luminoso.
Desde esta perspectiva, pienso, y siento, que la sociedad peruana es intrínsecamente violenta, funda sus bases sobre una estructura de poder que obliga a vivir a todos, ricos y pobres, bajo el signo de la violencia.