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Como en tantas otras cosas, la «Iglesia» ha dado el aval de cristiano a un modelo de familia, al que hoy miramos para ver qué es lo que tiene de cristiana y preguntarnos si no será más bien que ese modelo -forja y resultado de una determinada cultura- ha jugado hábilmente para presentarse como legítimo portador de valores cristianos. Con lo cual, esta identificación habría conseguido dos efectos formidables: avalar también como cristianos el orden sociopolítico existente, del que la familia es su fundamento y garantía, y neutralizar de esa manera todo intento transformador, por muy legítimo que fuera.
No es de admirar que los católicos hayamos ostentado, como marca colectiva, la del conservadurismo. Por algo, el Vaticano II se propuso como objetivo primario remontar siglos de desfase histórico, de recelo y hostilidad con la modernidad, y propiciar un nuevo talante de relación con el mundo. El Concilio no cedió a esa tentación pertinaz, tan pegada en la piel católica, de mirar con miedo patológico lo nuevo y de atrincherarse en la añoranza dogmática de lo pasado.
Con razón, insiste el Concilio: «Los cristianos, junto con todos los que tienen en gran estima a la comunidad familiar, se alegran sinceramente de los varios medios que permiten hoy a los hombres avanzar en el fomento de esta comunidad de amor» (GS, 47). Y también: «Los cristianos, rescatando el tiempo presente y distinguiendo lo eterno de lo pasajero, promuevan con diligencia los bienes del matrimonio y de la familia, así con el testimonio de la propia vida como con la acción concorde los hombres de buena voluntad» (GS, 52).