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Después de haber leído atentamente la nueva encíclica papal, me he sentido muy descorazonado. Varias horas después he tenido un fuerte ictus cerebral y he mirado con esperanza la idea de dejar la Iglesia terrena por la celeste. Ahora sin embargo, recuperada la funcionalidad cerebral normal, he vuelto a tener un nuevo sentimiento de confianza, aunque no cierro los ojos ni el corazón a los sufrimientos y a los ataques que es fácil que se produzcan en el inmediato futuro.
La «Veritatis Splendor» contiene muchas cosas bellas. Pero casi todo su esplendor real se pierde cuando se hace claro que todo el documento tiene fundamentalmente un sólo objetivo: asegurar el sentimiento y la sumisión total a cualquier pronunciamiento del Papa, sobre todo en un punto crucial: que el uso de cualquier medio artificial de regulación de la natalidad es intrínsecamente malo y pecaminoso, sin excepción, incluso en circunstancias en las que la contracepción podría ser un mal menor.
El Papa está convencido de que tiene el deber absoluto de proclamar sus enseñanzas sin tener cuenta de cuáles puedan ser las consecuencias prácticas para las personas implicadas y para la Iglesia entera. Para él tales consideraciones son ilícitas y peligrosas desde el momento en que tengan en consideración una ponderación de los valores. Sea cual sea el riesgo, sean cuales sean los peligros, cree que sus observaciones no toleran ningún tipo de disenso y sólo pueden ser escuchadas a través de la obediencia.
El reciente «Catecismo de la Iglesia católica», publicado con la aprobación autorizada del Papa, muestra que en realidad él sabe que los preceptos negativos consienten excepciones. Por ejemplo, la prohibición de matar puede ser puesta a un lado en los casos de autodefensa, de la pena de muerte e incluso de guerra justa. Para él, pues, el «no» a la contracepción es mucho más absoluto que el mandamiento de «no matar».
¿Y qué decir del precepto negativo proclamado por el Señor en persona frente a todos sus discípulos. «No juréis de ninguna manera» (Mt 5,34)? En este caso no sólo el Papa admite excepciones sino que las impone como regla a grupos enteros de fieles de la Iglesia.
Aquí hay una neta diferencia entre el Papa actual y Juan Pablo I, que antes de su elección había sido durante muchos años un eminente profesor de teología moral Personalmente Albino Luciani sugería un cambio de doctrina. Después, cuando Pablo VI reiteró en la «Humanae Vitae» la prohibición de la contracepción, decidió permanecer en silencio. En todo caso, poco después de su elección al pontificado no dejó dudas sobre su intención de proponer una revisión de esta enseñanza, poniendo el acento en un acercamiento consultivo (cf Gamillo Bassotto Juan Pablo I. Venecia en el corazón Ed. Orígenes 1992). A pesar de haber dedicado gran atención al tema, no se sintió nunca de seguro de su competencia como para hacer superflua la necesidad de oír pacientemente a todas las personas implicadas y de entrar en un diálogo con los teólogos y con los obispos. Como teólogo moralista, Juan Pablo I compartía plenamente la convicción de la gran mayoría de los moralistas del pasado y del presente, según los cuales es ilegítimo y también muy injusto imponer a la gente cargas pesadas en nombre de Dios, a menos que esté perfectamente claro que ésta es realmente la voluntad de Dios...
La mentalidad de Juan Pablo II es diferente. Su punto de partida es un alto sentido del deber combinado con la absoluta confianza en su competencia personal, con la asistencia especial del Espíritu Santo. Y esta confianza absoluta en sus poderes personales está unida a una profunda desconfianza en las confrontaciones con todos los teólogos (particularmente los moralistas) que podrían no estar en total sintonía con él.