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El hecho de que el Sínodo sobre la Vida Religiosa se vaya a celebrar en 1994 no nos autoriza a prepararlo sin contar con la reflexión que suscitó la «celebración» de 1992. No podemos simplemente «pasar página» y olvidarnos de toda aquella reflexión, como quien después de mirarse al espejo olvida su rostro. La reflexión histórica y la sacudida profética que este Centenario originó, han de ser también un punto de partida de la reflexión sinodal de los religiosos.
El V Centenario fue un acontecimiento provocativo y concientizador, que nos hizo entrar a todos en el debate. América Latina se convirtió en un clamor: del Río Bravo a la Patagonia, miles de grupos y comunidades, de todo color y signo, se confrontaron seriamente con la historia continental, con sus propias raíces históricas, religiosas, étnicas, culturales.
Fue como si hubieran vuelto a la actualidad los 500 años. Como si Montesinos y los desafiantes dominicos de La Española hubieran sido perseguidos hoy en el silenciamiento impuesto a cualquier teólogo de la liberación; como si Valdivieso volviera a ser asesinado en cualquier agente de pastoral de la tierra en Brasil; o como si Ginés de Sepúlveda levantara la cabeza y defendiera de nuevo sus tesis en cualquiera de tantos escritos oficiales que han defendido las «muchas más luces que sombras» de los 500 años. Casi sin darnos cuenta, descubrimos que todos estábamos situados, alineados con una u otra de las fuerzas en conflicto: unos con la «gloriosa gesta» del Imperio español, otros con la «invasión y el genocidio», otros con la «evangelización conquistadora», otros con el Bartolomé que dijo preferir un indio sin bautizar pero vivo a un indio bautizado y esclavizado o muerto.
Descubrimos que aquellos conflictos siguen vivos. Con las mismas fuerzas encontradas. Con la misma estructura global. Han cambiado los nombres, y algunas apariencias. Sigue habiendo un imperio (ahora ya no nacional). Sigue habiendo una raza y una cultura poderosa. Sigue habiendo una minoría cultivada, dueña de medios, armas, dinero, ciencia, tecnología que se permite imponer su voluntad. Sigue habiendo buscadores de oro, a cualquier precio, aun al costo del hambre y la muerte de las minorías. Sigue estando, ahí en medio, dividida, a veces vacilante, una cruz. Sigue habiendo quienes con ella legitiman la dominación. Y sigue habiendo quienes reclaman, también en su nombre, la rebeldía ante el viejo «nuevo orden» imperial.
Se puede decir que, con toda la reflexión que se ha dado en torno al Centenario, hemos «redescubierto» nuestra propia historia y nuestra propia identidad, y la del «otro». Podemos ahora vivir nuestro presente manejando más conscientemente toda su complejidad, su densidad histórica acumulada, sus lecciones definitivas. El V Centenario nos ha hecho comprender de un modo nuevo esta nuestra hora histórica: nos la ha desnudado, la ha inundado de luz, nos ha hecho escarmentar en cabeza ajena, nos ha dado sabiduría histórica, nos ha regalado cinco siglos de experiencia.
Los religiosos no hemos estado ajenos a esta sacudida. ¿Cómo se podría hacer un discernimiento histórico de la conquista, de la evangelización, de las luchas indígenas, del esclavismo negrero, de las independencias nacionales, sin considerar el papel capital que jugó en ello la vida religiosa?
Y el resultado ha sido también muy positivo. La luz histórica de los 500 años ha bañado con nueva luz nuestros problemas más actuales: la opción por los pobres, los conflictos entre profecía e institución, el silenciamiento de teólogos, la intervención de la Clar, los conflictos internos en las comunidades religiosas, la inserción, la inculturación pendiente, las dificultades de los proyectos evangelizadores populares, las dificultades de la Iglesia de los pobres, la connivencia con el sistema mundial.
No tendría pues sentido olvidar este bagaje de reflexión y profecía que ha supuesto el V0 Centenario a la hora de reflexionar sobre nuestra Vida Religiosa de cara al Sínodo. Esta reflexión del Sínodo no ha de ser abstractamente universal, sino universalmente encarnada. Los religiosos de América Latina debemos hacer nuestra propia aportación, desde nuestra propia «latinoamericanidad»: memoria histórica y desafíos proféticos. Vamos a fijar nuestra atención sólo en algunas lecciones mayores.