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La trayectoria histórica de la mujer, de la feminidad, ha sido y es todavía tan negativa y marginada que resulta difícil hablar sobre nuestra propia identidad sin que se nos añada otro calificativo, también peyorativo, de “feministas”, de querer ser más de lo que somos, como de querer adueñarnos de unos valores que no nos pertenecen. Todo ello en relación al otro sexo, con el lugar que ocupamos en la Iglesia y en la sociedad.
En mi caso no-soy feminista. Entiendo ese movimiento porque precisamente surge una situación reivindicadora, aunque no convenientemente acertada ni transformadora de lo que en realidad se trata: rescatar nuestra propia identidad.
No es mi interés tener una mirada retrospectiva sobre el pensamiento, en torno a la mujer, ni de los antiguos filósofos, ni de los Padres de la Iglesia. Es sobradamente conocido el menosprecio que muchos de ellos manifestaron de una y otra forma, hasta consideramos como la raíz de todo pecado. Mi reflexión se asienta en el presente y en el futuro.
Lo femenino constituye hoy una sacudida mayor en la conciencia de la humanidad; representa una batalla clave en el avance hacia el futuro más humano: la batalla de la igualdad, la liberación, y la dignificación total de la mujer. Al hablar de humanidad no se habla en su globalidad, se hace una restricción, justamente de la mitad, que somos las mujeres. No existe un futuro común mientras una parte de los humanos acapare privilegios a costa de quitárselos a la otra. El mismo Concilio Vaticano II señala entre las marcas profundas de nuestro tiempo el hecho de que la mujer reclame la igualdad de derecho y de hecho con el varón (G.S. No.9). Pero lo dominante no es, desgraciadamente, que esto se tenga en cuenta ni en las diferentes Iglesias siquiera. El feminismo surge como fuerza emancipadora casi fuera de ellas y, a veces, frente a ellas.
El feminismo constituye un dinamismo radicalmente humano, que nace del fundamento último y de la fuente originaria. Es un dinamismo sustentado y promovido por el Dios creador y plenificador de la humanidad. La intuición religiosa de la mujer captó desde el comienzo que Dios no podía ser sólo masculino. El fenomenólogo de la religión Mircea Eliade subrayó bien el hecho: “En muchísimas culturas primitivas los dioses primordiales son andróginos, es decir, ni masculinos ni femeninos, sino ambas cosas juntas”. Se trataba de simbolizar el poder creativo, la fecundidad creadora propia de la divinidad. Si lo divino constituye la fuente última de la realidad, es porque posee en sí la capacidad integral de engendrar, de dar vida. La divinidad lo hace unitariamente en su plenitud propia. Lo que nosotros somos de lejos y en la unión de los sexos, lo es Dios en la infinita feminidad de su unidad creadora.