dc.description | El autor expone el norte de lo específicamente propio de la oración cristiana.
“Orar” se dice de muchas maneras
Un eruditísimo estudio sobre la oración en la historia de las religiones comienza afirmando que “la oración es el fenómeno central de la religión”; y cita, entre otros muchos, al escriturista protestante A. Deissman que dice que “la religión, cuando está viva entre los hombres, es siempre oración”. Parecería, pues, que la oración es un fenómeno sustancialmente común a todo género de religión, aunque se den diferencias notables, pero en definitiva accidentales, en las diversas religiones, según las variantes culturales en que se mueven. Este supuesto es, por lo menos, muy discutible: porque aun describiendo de la manera más amplia posible la oración como toda forma de relacionarse conscientemente el hombre con Dios, resultará que las distintas concepciones que pueden presentar las distintas religiones sobre la realidad de Dios, la realidad del hombre y la posibilidad de establecer una relación de alguna manera consciente entre uno y otro, determinarán maneras de entender y de practicar la oración distintas no sólo en cosas accidentales sino, diríamos, en elementos muy sustanciales.
No es difícil ver que aquellas formas religiosas que conciben la divinidad como un poder o una fuerza más bien abstracta, o como la totalidad cósmica o el sustrato impersonal del cosmos, o como expresión de la ley ineluctable que rige todos los acontecimientos, ya sea en forma de necesidad fatal, de la ley de la naturaleza o de azar indeterminado e indeterminable, difícilmente darán lugar a formas de oración que puedan describirse como intentos de entrar en relación consciente y personal con la divinidad. En este caso, el hombre intentará a lo más tomar consciencia de su situación ante estos poderes ineluctables, abandonándose a ellos más bien pasivamente, con el mero ejercicio activo de intentar conformarse a ellos sin oponerse o resistirse a ellos. Esta forma de pasividad y de mera negación de la propia voluntad es la que suele tomar la llamada a veces oración oriental en los sistemas que rehúsan atribuir carácter alguno personal a “lo divino” (sin entrar en la cuestión de si en ellos puede hablarse todavía de “Dios” o de “religión” propiamente tal, o si tal vez sería mejor considerarlos como formas de pancosmismo “ateo”).
La idea de oración más común entre nosotros, como intento de establecer relación consciente con lo divino, implica de alguna manera que lo divino es considerado de alguna manera como “consciente” y como “personal”. Pongo entre comillas estos apelativos, porque todo orante sabe que Dios, si es Dios, no tendrá el mismo tipo de “conciencia” o de “personalidad” que tenemos los humanos, con las limitaciones que experimentamos. Nos rebasa totalmente en poder, amplitud y penetración; pero si intentamos entrar en relación consciente con Él es porque suponemos que de alguna manera Él acoge también conscientemente esta relación. Toda relación implica de alguna manera correlación.
Precisamente una de las primeras preocupaciones que casi universalmente expresa todo orante es la de que su oración sea efectivamente escuchada y acogida por la divinidad. A este efecto se encaminan las prescripciones rituales que señalan los tiempos, lugares, actitudes corporales, formas y fórmulas que se supone que aseguran o facilitan la audiencia de los dioses. En la religión grecorromana de manera particular, pero también en otras religiones, tenía especial importancia invocar a los dioses con títulos adecuados, mencionando su linaje, sus gestas y los lugares de culto donde tienen sus complacencias para ganarse su atención. El acceso y la audiencia de los dioses, como la de los grandes de la tierra, ha de ganarse con halagos y gestos adecuados.
En este sentido tienen importancia capital los sacrificios u ofrendas de diversa índole, que constituyen parte muy importante de la oración en la mayoría de sistemas religiosos. Desde el presupuesto de que los dioses son poderes que nos afectan y que pueden adoptar para con nosotros actitudes benévolas u hostiles, los hombres intentan ante todo ganarse su benevolencia y congraciarse ante su posible hostilidad ofreciéndole todo aquello que piensan les puede ser más grato, o sacrificando lo que más estiman como muestra efectiva de sumisión o de voluntad de satisfacción por posibles ofensas. Los dioses son siempre trascendentes y lejanos: ante ellos el hombre se siente pequeño e indigno de su atención. Pero espera poder provocarla con ritos adecuados -a veces conjuros mágicos pretendidamente capaces de “forzar” la atención divina-, con ofrendas y sacrificios, o con la insistencia y la perseverancia en el clamor orante. | |