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Mis 47 años de vida pueden ser considerados como un compendio de todo lo que el V Centenario representa para los indios: un proceso de muerte y de recuperación de la propia identidad.
Para mí, el proceso de muerte comenzó con la entrada en el seminario. Fui obligado a abandonar todo aquello que constituía mi ser indio y a negar las tradiciones de mis padres. La institución en la que había entrado me decía que cuanto antes lograse parecer un “blanco”, tanto más pronto llegaría a la meta. Este era -y sigue siendo- el criterio fundamental para hacer de un indio un sacerdote. Lo mismo es válido para muchos afroamericanos que entran en el seminario.
Fueron muchas las insatisfacciones que sentí. Había dejado una comunidad indígena, guiada por claros valores -tales como la solidaridad, la comunión, atención al otro, relación estrecha con la naturaleza, importancia del trabajo- y fui a parar en una institución que hacía la vida fácil, burguesa, basada sobre el individualismo, que me desarraigaba de mi familia de origen.
Me ofrecían valores que yo jamás consideraría tales, pero que debía aceptar porque formaban parte de su cultura. El resultado fue una trágica ruptura en mi interior. La sensación de desequilibrio que experimenté es indescriptible.
A hacer las cosas más difíciles contribuían los juicios y prejuicios de aquellos que todavía miran al indio como a una persona anómala: se dudaba de mi capacidad de observar el celibato o de una real capacidad de distinguir el bien del mal.
Sufrí, en definitiva, el tipo de desequilibrio que afecta a todo indio, incluso si lo niega. Pero llega un momento en que no es posible seguir mintiéndose a sí mismo, especialmente cuando la vida te mete en situaciones en las que te ves obligado a quitarle la máscara. Entonces, si tienes valor, debes emprender el camino de regreso. Eso es lo que he debido hacer yo, cuando, ordenado sacerdote, fui enviado a mi pueblo. Estábamos en mundo diferentes, hablábamos lenguajes que no nos permitían comunicamos. No lograba ser auténticamente Kuna y, al mismo tiempo, sacerdote católico. Esto me hacía mal a mí y a mi pueblo.
Para superar esta terrible crisis interior, debí experimentar un segundo proceso de muerte, más largo y difícil que el primero. Un proceso gradual que todavía continúa, en la medida en que busco -con toda honestidad- entrar en contacto con aquellos que conocen en profundidad la cultura de mi pueblo.
Poco a poco, estoy recuperando lo que había perdido. Hoy, creo que me encuentro en este proceso de “reencuentro” conmigo mismo, con mi identidad.
Mientras pido a Dios que me ayude a pasar a través de esta “segunda muerte”, oro para que la Iglesia y, sobre todo, los indios mismos comprendan que la primera muerte -aquella que obliga a negarse a sí mismo- es absurda y debe evitarse.
Los indios esperan una Buena Noticia que produzca vida, no desintegración.