Jesús se acercó al fondo de la desgracia humana, y allá abajo (Flp 2,8), donde todo parecía morir, anunció la vida nueva y la gracia. Los que acogieron su palabra, los descalificados por la enfermedad física o psicológica, los excluidos por su oficio de pecadores públicos, experimentaron una vida sorprendente. Pero el mismo Jesús encontró el fracaso histórico y una oposición que lo eliminó drásticamente. Llamó felices a los últimos, marcados por la miseria y la injusticia (Mt 5,1-10), y les prometió plenitud futura y alegría presente, pero en medio de persecuciones (Mt 5,11-12).
¿Qué extraño camino es éste? ¿El que crea vida, se encuentra con la muerte, y la alegría del Reino nace entre las heridas de la persecución? Ciertamente que estamos ante una lógica que no tiene nada que ver con las recetas de un gozo epidérmico de sensaciones consumistas, de paraísos artificiales con sus rutas exóticas, o de reductos exclusivos para la “élite” del poder o del espíritu.
Al seguir a Jesús entramos en un proceso que no esquiva la desgracia humana, ni la expulsa a los márgenes de la ciudad, ni se asegura contra ella con tecnologías sofisticadas, sino que, al solidarizamos con los desgraciados y ser alcanzados de alguna manera por la desgracia, experimentamos la llegada de la gracia como la dimensión última de la realidad, donde todas las rupturas se integran y donde se estrena una calidad de vida impredecible.
Intentaremos describir este proceso, que supone una determinada imagen de Dios y una nueva manera de ser persona humana, revelada en el Jesús histórico y confirmadas en los crucificados de hoy en seguimiento de Jesús.