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El cristiano es una unidad total: ser de espíritu, también ser de carne; ser de palabra y también de afectos. Los autores espirituales del pasado tenían bien claro esto. Refiriéndose a las tres facultades del hombre descritas clásicamente por la filosofía -la voluntad, la inteligencia y la sensibilidad- cuidaban de no ocultar el lugar y el papel de cada una de ellas en el encuentro con Dios. Específicamente, la sensibilidad era objeto de múltiples consideraciones, ya que podía ser una oportunidad para acoger mejor el Reino y como un riesgo de alienación en una falsa religiosidad. La coyuntura eclesial actual, en la que lo emocional llama la atención (demasiada, en opinión de algunos), obliga prestar atención nuevamente al rol de la afectividad en la vida espiritual.
Es difícil definir el contenido del concepto afectividad. Se puede afirmar que este concepto hace referencia, o apunta, a dos conjuntos de realidades: a los afectos fundamentales, por un lado, y por otro, a sentimientos múltiples. Ordinariamente hay cuatro afectos que “tocan" a las personas: el temor, la cólera, el placer y el dolor. Y estos afectos son la base de una serie de sentimientos y de estados emocionales diversos. Por ejemplo: la angustia, la ansiedad, el temor, el odio, el enfurecimiento, el amor, la ternura, la amistad, la simpatía, la alegría; el sufrimiento, la pena, la tristeza... Cada uno de estos afectos y de estos sentimientos se liga a los demás formando un sistema complejo y dinámico. Están de tal manera entretejidos que si se modifica profundamente uno solo de los elementos del sistema, el conjunto de la vida afectiva se reorganiza de una manera diferente. Por ejemplo, si se cambia la forma de ubicarse la relación de la persona respecto a su temor a Dios, se modificará consecuentemente y al mismo tiempo, su relación al placer y su capacidad de encolerizarse. Se da una gran complejidad en el rejuego de la afectividad en las relaciones con Dios. Allí entra en juego y se moviliza toda la vida pulsional del sujeto, en sus dimensiones sexuadas y agresivas, en sus experiencias pasadas -a veces ya muy antiguas- de frustración y gratificación.
Este rejuego subyace a todo el proceso de maduración. Este proceso conduce al niño, inicialmente encerrado en una experiencia de fusión de vida con su madre, a ser un sujeto capaz de reconocer plenamente la alteridad, sin perder por eso el sentimiento de su unidad interior. La madurez es ese estado psíquico constituido por la sutil articulación de narcisismo y de la toma en serio de la alteridad. De narcisismo, en el sentido de que el sujeto equilibrado tiene un justo amor de sí mismo que le proporciona el sentimiento de una cohesión interna y de una amabilidad profunda. De tomar en serio la alteridad, porque el sujeto debe construir su vida individual y social sobre el cimiento del reconocimiento de las grandes diferencias de la existencia: las del sexo, del tiempo, del espacio, del prójimo y, por otro capítulo, de Dios.