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Cuando vemos figuras como la de aquel Papa bueno que fue Juan XXIII o como las de Mons. Romero o Mons. Casaldáliga, nos sentimos orgullosos de pertenecer a esta Iglesia, a la que queremos porque en ella hemos encontrado a Jesús vivo. Vivo sobre todo en aquellos hombres y mujeres que, a veces de modo muy sencillo y oculto, se han dejado impactar por la figura de Jesús de Nazaret y han sido capaces de encarnar su proyecto en la propia vida, viviendo totalmente para los demás, para que tengan vida y la tengan en abundancia (cf. Jn 10, 10). Y si leemos la poesía de Mons. Casaldáliga "Deja la curia, Pedro", sentimos que el aliento profético sigue vivo en la Iglesia y revive en nosotros la esperanza de que, como comunidad eclesial, tenemos aún algo importante que decirle al mundo en nombre de Jesús de Nazaret. Y eso en unos momentos en que el mundo parece carecer de utopías y tiene dificultades para vivir con esperanza.
Pero eso es sólo una cara de la moneda por lo que respecta a la realidad eclesial en que vivimos. La involución eclesial posconciliar, cada vez más patente en muchas de las actuaciones recientes, sobre todo a nivel de las denominadas "altas esferas" de la Iglesia, lleva consigo la tentación del desaliento, sobre todo para muchas personas de buena voluntad que han intentado vivir su fe comprometidamente dentro de la Iglesia. Cada vez se oye con más frecuencia, sobre todo entre los jóvenes, el eslogan "Jesús sí, Iglesia no". Y los mayores no podemos menos de recordar aquella frase de Loisy "Jesús anunciaba el Reino de Dios y nació más bien la Iglesia". ¿Cómo responder, desde nuestra identidad como creyentes, a esta objeción? En todo caso nos hemos de preguntar, para poder dar razón de nuestra esperanza (cf. 1 Pe 3, 15) si nuestra Iglesia, tal como aparece hoy a creyentes y no creyentes, es, efectivamente, una Iglesia tal como Jesús la quería. Como comunidad cristiana, ¿somos fieles al Espíritu de Jesús de Nazaret?