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Al recibir el encargo de escribir este artículo, mi primera reacción fue contestar negativamente. ¿Qué sé yo de esta espiritualidad ni de ninguna otra? Después de reflexionar, me apliqué a mí misma el tratamiento que suelo emplear, con resultados positivos, en mis actividades de educación de adultos para ayudar a descubrir que todas las personas implicadas en un quehacer, sea cual fuere, saben bastante de él aunque no sean conscientes de ello. Por lo tanto, si yo me considero cristiana y obligada a mantener una presencia activa en la vida pública, algo tengo que ver con el tema propuesto y algo debo poder decir respecto de él, siquiera sea expresar mis carencias, mis dudas, mis interrogantes, mis apelaciones a otros más expertos y preparados...
Por otra parte, puesto que los laicos, y muy especialmente las mujeres, nos quejamos a menudo, y con razón, de que no tenemos oportunidad de expresar nuestra opinión en la Iglesia, no es cosa de dejar pasar esta ocasión de decir aunque sólo sea una palabra balbuciente, única posibilidad de ir aprendiendo a entablar un diálogo enriquecedor para todos.
Estas dos razones y el estímulo de algunos buenos amigos me animan a intrincarme por estos vericuetos con la segura confianza de que nadie espera de mí más aportación que unas sencillas reflexiones desde la vida concreta de cada día.