El 15 de julio de 1986, la catedral de San Salvador estaba llena de campesinos desplazados que iniciaban con la Eucaristía el regreso a su tierra. Después de meses o años de vivir en campos de refugiados, intentaban cambiar el ocio inútil y desesperante por el trabajo en sus propias parcelas.
23 religiosos extranjeros (19 estadounidenses, 2 canadienses y 2 australianos) acompañaron a las 132 familias campesinas. En Aguacayo, un contingente militar no les permitió continuar su viaje. El ejército, por la fuerza, retiró del lugar a los 23 religiosos, pero los campesinos, no quisieron retirarse.
Y se quedaron. Comenzaron a organizarse por grupos para bajar las cosas de los camiones y poner plástico a los víveres que llevaban para que no se les dañaran. Allí estaban más de 600 personas, sin un arma, rodeados de soldados, pero decididos a proseguir su camino hasta la hacienda de El Barillo. Y algo bello ocurrió también. Una campesina dijo que tenían que platicar con los soldados, "ellos también son humanos". Son además pobres, como los pobladores; son del mismo pueblo, como decía Mons. Romero, ellos podrían entender "cuál ha sido la vida que hemos tenido en los refugios y que ya no queremos vivir como refugiados y que queremos trabajar en nuestras tierras para mantener nuestras familias". En esas palabras había una secreta esperanza de mutua comprensión, de reconciliación, de poder vivir todos en paz.