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Prescindiendo de matices controvertidos por los especialistas, en estas páginas entendemos por inculturación el esfuerzo que hace la Iglesia por presentar el mensaje y valores del Evangelio encarnados en formas y términos propios de cada cultura, de modo que la fe y la vivencia cristiana de cada Iglesia local se inserte, del modo más íntimo y profundo posible, en el propio marco cultural.
Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim. 2,4). Pero ha de ser a partir de la situación real y concreta en que se encuentran, es decir, a partir de su cultura.
Y no será difícil reconocer que las categorías empleadas para ese anuncio del Evangelio a veces resultaban extrañas e ininteligibles y que aceptar tal presentación del cristianismo conllevaba la alienación de la propia cultura.
La Iglesia percibe con una claridad sin precedentes la urgencia de poner fin a esta inadecuación entre contenido evangélico y términos y formas de fe y vida cristiana. Esta intuición, junto con otros elementos, permiten afirmar que la Iglesia está pasando de una época a otra: no sabemos qué proporción representan en el total de vida de la Iglesia estos 2.000 años de cristianismo y si son, o no, solamente el comienzo. Lo que es cierto es que la Iglesia sigue rejuveneciéndose en la medida en que supera cada período de transición y sigue descubriendo nuevos tesoros en el inagotable depósito de la Revelación.
Por otra parte, nuestros días son el inicio de una nueva época por el mero hecho del nacimiento de tantas nuevas nacionalidades, la creciente conciencia de la propia identidad y cultura, la competencia de las ideologías, la revolución tecnológica. La Iglesia no puede renunciar a asumir esas nuevas realidades y a dejarse asumir por ellas, encarnando el cristianismo en cada cultura y mediando entre ellas para que el conflicto se convierta en convergencia y comunión. "Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, también el Hijo se someterá a aquel que le ha hecho Señor de todo. Y así Dios reinará completamente en todos" (1 Cor. 15,28).
El problema de la inculturación está íntimamente relacionado con la evangelización, porque toca la parte más profunda y sensible del corazón del hombre: la palabra de Dios tiene que ser transmitida de manera que, no sólo sea entendida, sino que vivifique el alma o mansamente o con una brusca interpelación. El hombre, al escucharla, ha de experimentar una radical conversión que debe expresar después en su vida toda. De ahí la necesidad de que esa Palabra le sea transmitida no en lenguaje exótico, sino en formas consustanciales con su propia vida, es decir, con su propia cultura.
Por eso la inculturación no es obra exclusiva de la Jerarquía (aunque sería cuestionable una inculturación al margen o en contra de quienes están constituidos como garantes de la integridad de la fe), ni de los teólogos o especialistas de las numerosas ciencias humanas que entran en juego, sino de ambos elementos y, no en último lugar, del propio pueblo de Dios. El pueblo sencillo, con sus tradiciones, su sabiduría ancestral, sus intuiciones, y sus sentimientos y problemas que a lo largo de los siglos han hallado formas determinadas de expresión, es un inmejorable elemento de referencia para una eficaz inculturación.