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Es harto conocida la tensión existente entre el actual movimiento de comunidades y grupos de base cristianos y la jerarquía eclesiástica, tensión que -en algunos casos- parece amenazar la unidad eclesial. Esta tensión no es de la misma naturaleza y grado en todos los ambientes comunitarios y jerárquicos; no abarca a todas las comunidades, aunque sí a la mayor parte de ellas, y por último, no afecta a toda la jerarquía, sino sólo a determinados sectores de ella y de distinta manera.
Ante este hecho, que con todo lo humano tiene sus luces y sus sombras, muchos nos preguntamos hoy en la Iglesia sobre la naturaleza del mismo y el tipo de comportamientos y relaciones que deberían darse entre estos dos sectores del Pueblo de Dios, para que ambos cooperasen en la clarificación del nuevo rostro que la Iglesia ha de mostrar al mundo nuevo, y sobre todo para que los dos trabajasen a una, y con la máxima eficacia, en la tarea evangelizadora encomendada a toda la Iglesia
Que la Iglesia exige la unidad por su propia naturaleza no puede ponerse en duda. El vehemente deseo de Jesús es buena prueba de ello: «Que sean uno, como nosotros somos uno» (Jn. 17, 10-23).
Pero es necesario distinguir dos tipos de unidad, al menos: la «teológica», por llamarle de alguna manera, y la «jurídica» u organizativa. Ambos tipos son muy distintos por su naturaleza, esencialidad, exigencias que comportan, importancia para el proyecto de Jesús de Nazaret y obligatoriedad.