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Quien vivió en México el fenómeno colectivo que se creó con la presencia del Papa, pudo constatar cómo el mismo superó los más temerosos pronósticos del gobierno del país. Allí, desde la década del 20, se ha intentado apagar todo vestigio de la religión en la sociedad política, tratando de desconocer, a su vez, su presencia cada vez más fuerte en la sociedad civil. Este último hecho se dio a pesar del esfuerzo de encubrimiento realizado por la incansable y astuta retórica oficial. El resultado fue que se rompieron todas las barreras artificiales levantadas por la máquina de propaganda del estado. Y la población mexicana, en la mayor manifestación colectiva de que se tiene memoria, expresó su fervor religioso a nivel de su sensibilidad real, cargada de devoción popular.
Muchos analistas preocupados con la interpretación ideológica de los textos de los discursos del Papa, a nivel de los iniciados, no percibieron que, más importante que la discusión de este o aquel párrafo, o de las posibles intenciones estratégicas de Juan Pablo II, y por encima y más allá de la comprensión de los discursos, surgía como elemento principal, el simple y enorme hecho social representado por el impacto popular de la visita del Papa. El pueblo simple que llenaba las calles y la autopista de México a Puebla, y buena parte de los millones que lo veían por la televisión, no hacían la exegesis de las palabras -tal vez no siempre las oían y frecuentemente no las entendían- pero percibían y sentían la fuerte presencia de un personaje al mismo tiempo real y mítico, al cual más o menos vagamente asociaban nociones de poder y de justicia.