Después de un año de enseñar latín y griego a los jesuitas jóvenes, mi magisterio lo ejercí con estudiantes de secundaria en el glorioso y queridísimo Instituto Regional de Chihuahua (q.e.p.d.), víctima inocente de cierta “modernidad” educativa. Mi gran queja ahí era que sólo con muy pocos padres de familia lograba comunicarme, pues cuando podía relacionarme con alguno de ellos, el rendimiento del muchacho aumentaba en forma impresionante. Aquélla fue tal vez mi única queja de esos dos años felices.